Meditaciones de medianoche (II)


En mi juventud leí la obra “El retorno de los brujos”, de Jacques Bergier y Louis Pauwels, continuación de “La rebelión de los brujos”, de los mismos autores; ambos libros fueron en su momento un éxito mundial. Pero no voy a escribir sobre el texto, sino sobre algo que a mí me quedó de su lectura. Aparte de ser sumamente interesante todo el contenido hay un capítulo en el que habla del hombre dormido y el hombre despierto. Y explicaba al respecto más o menos lo siguiente: existen dos estados permanentes de nuestra conciencia: uno es el onírico, cuando dormimos; el otro el de vigilia, mientras estamos despiertos; pero la paradoja que desarrollaban es la siguiente, que mientras estamos en estado de vigilia también estamos dormidos; aseverando que el hombre en estado onírico es inofensivo y todo lo contrario en el de vigilia, potenciándose su peligrosidad cuando más dormido está.
Esta disyuntiva me quedó grabada y le encontré mucho sentido común a su razonamiento, a partir de entonces asumí que yo era un hombre dormido, y la gran incógnita era, ¿cómo hacía para despertarme? Al menos intuí en aquel momento que reconocer este hecho era dar un paso adelante. Porque para terminar o buscar la solución a un problema, ya sea de salud física o psíquica, moral, o de cualquier índole, lo primero que hay que hacer es reconocer o aceptar el problema. Pasaron muchos años y mucha literatura, pero aquellos párrafos siguieron dando vuelta en mi cabeza.
Un día discutí muy acaloradamente con un amigo sobre un tema político, yo estaba bastante indignado por las cosas que éste decía; pero después reflexioné sobre la posición que él sustentaba, basada en hechos y no en meros planteamientos, si se quiere ideológicos, y no tuve más remedio que aceptar que esta persona tenía mucho de razón. Entonces reflexioné y comencé a observar las cosas con más calma, teniendo presente la premisa de que yo puedo estar equivocado; más adelante, a esto le agregué el no molestarme ni enojarme porque la persona que está conversando conmigo tenga ideas totalmente contrarias a las mías; o sea, aprendí a respetar las opiniones ajenas, aunque el oponente en el diálogo no sea conteste con uno no importa, no hay que esperar reciprocidad en este campo.
En otra oportunidad cayó en mis manos un pasaje del Evangelio, estaba en la última página de un diario asunceno y era la parábola del sembrador. Lo leí y comprendí la verdad que encerraba el mensaje. La parábola explica que el sembrador debe sembrar sin mirar atrás, en una siembra perpetua. Parece una gran contradicción, ya que cualquiera que siembra quiere ver sus frutos; pero en este tipo de siembra, que es para el espíritu, no se debe mirar atrás y ver si da frutos o no, porque el sembrador si mira hacia atrás puede llegar a desalentarse por el magro resultado alcanzado y abandonar la siembra. Es totalmente cierto, aquel que emprende un camino y se considera un buen sembrador, no debe mirar atrás ni esperar recoger los frutos. Posteriormente fui y sigo siendo un lector más asiduo del Evangelio, en donde se encuentran muchas veces las palabras “despertad”, “estén alertas”, “velad”; también de encíclicas y textos de autores que alimentan el espíritu.
Otra vez comprendí lo que es la verdadera educación, que no es lo mismo que instrucción. Durante una charla-conferencia, sentado en la platea junto a más de doscientas personas, la disertante preguntó al auditorio si alguno podía definir o explicar qué es educación. A pesar de ser un término de uso muy corriente, remanido, nadie pudo responder. Entonces, prosiguió la exponente: educar viene del latín educere, que quiere decir sacar afuera, es un término que se usaba antiguamente en la agricultura; en realidad la explicación fue un poco más compleja. Lo cierto es que comprendí que un ser humano es como una semilla; supongamos que tenemos la pepita de un lapacho, ¿qué necesita ésta para desarrollar todo su potencial?: tierra fértil, agua, viento, sol; y cuanto mejor sean los elementos y condiciones que se le brinden podrá germinar y transformarse, con el correr de los años, en un hermoso árbol; o sea que los aportes externos posibilitan que salga hacia afuera toda la riqueza encerrada en ese pequeño grano. Y con el ser humano pasa algo similar, necesita de los elementos que le brinda la naturaleza para nutrirse y poder crecer; del conocimiento y ejemplos que le puedan aportar sus semejantes, que cuanto mejores sean éstos se supone que mejor persona será. Eso es educar: sacar afuera todo el potencial inserto en el ser humano, no unificarlo, no pretender que sea un remedo de un pariente, un deportista, un cantante o lo que sea. Cada ser tiene su propia personalidad a ser desarrollada. A mí me puede gustar como canta fulana, como juega mengano, pero no por eso me voy a rapar la cabeza porque lo hace el cantante que admiro; o usar el desodorante que me recomienda el mejor jugador del mundo, que tal vez ni usa desodorante; o pagar una extravagancia por una zapatilla porque la usa un famoso, etc. Si creemos lo que dice el poeta: “todos tenemos algo que aportar en esta vida, aunque sea una estrofa”, el aporte se hará efectivo en la medida en que seamos nosotros mismos; el original, y no la copia que nos propone un sistema que despersonaliza, ya sea para someterlo como esclavo bajo un sistema totalitario o una sociedad en extremo consumista, que también convierte al hombre en esclavo de sus conquistas.
En otra ocasión comprendí el real significado de otra palabra, que es muy importante y afecta nuestras vidas permanentemente: vanidad. Esta palabra viene de vano, que quiere decir vacío; cualquiera habrá escuchado la frase “el vano de la ventana”, o sea el hueco de la ventana; y es así, la vanidad es eso, sólo el vacío. No voy a explayarme sobre este punto haciendo referencia a infinidad de comparaciones, sólo que en ese momento, cuando comprendí su significado e importancia, vi en mí la necesidad de cerrar ese agujero, no sé si lo cerré pero seguro que algo lo achiqué. Sinónimos de vanidad: engreimiento, altivez, altanería, orgullo, arrogancia, suficiencia, endiosamiento, jactancia, impertinencia, pedantería, afectación, fatuidad, etc.; nada lindo por cierto. Además, encuentro como descendiente directo de la vanidad a la envidia. A pesar de todas estas desdorosas palabras que definen vanidad, a ésta la vemos pavonearse alegremente todos los días en las pantallas de nuestros televisores y en cuanto medio existe, mostrándose como lo máximo y modelo a seguir.
La soberbia es otro pariente cercano a la vanidad y su fruto la ignorancia, pero no una ignorancia cualquiera, ya que todos somos ignorantes o desconocedores de muchísimas cosas; es la ignorancia petulante del sabelotodo, del mandaparte, del que gusta lucirse y que lo aplaudan, del que si no lo nombran en una reunión se siente ofendido, del que cuando habla parece que está subido a un pedestal porque ya se imagina su figura en el bronce eterno, etc. El antónimo de soberbia es humildad, y encuentro como fruto de ésta a la inteligencia; podemos ver a través de la historia que existieron muchísimos personajes que han sido grandes de verdad y se han caracterizado por esa condición. Un ejemplo de esto fue el doctor Esteban Laureano Maradona, y existen infinidad de personas que no tenemos en cuenta por la poca difusión que hay de los buenos ejemplos.
Por último, creo que ahondar en el conocimiento de los términos que usamos, la buena literatura, procurar dejar de lado la vanidad y la soberbia, me parece son elementos que ayudan a despertar la conciencia durante el estado de vigilia; y a que aflore ese ser, modelo exclusivo, que nos ha tocado en suerte. Porque, al final, ¿de qué se trata la vida? La respuesta que encontré a este interrogante, no hace mucho y bastante simple por cierto, partió de la observancia de la naturaleza, no tanto de los libros, ya que nuestro modo de vida está bastante desnaturalizado: aparte de sobrevivir y reproducirnos, se puede resumir en tres puntos: se trata de transmitir el conocimiento, de ser solidarios y, por último, tratar de ser felices.
Para cerrar transcribo un pedacito de “La vida es sueño” –fin del acto segundo–, de Calderón de la Barca (1600-1681):

(…)
Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe,
y en cenizas le convierte
la muerte. ¡Desdicha fuerte
que hay quien intente reinar,
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte!
Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.
Yo sueño que estoy aquí
de estas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi
¿Qué es la vida?, un frenesí;
¿qué es la vida?, una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.


Comentarios

Entradas populares