UNA JUGADA INFERNAL
La luz de alarma se
encendió, esta indicaba que el horno número cuatro se enfriaba rápidamente. El Encargado
del mismo procedió a verificar la falla, controló manualmente, o sea acercando
su mano lo más que pudo a la boca del mismo y, para su asombro, apenas sintió
una tibieza en su palma, casi podía decirse que podía entrar completamente en
el mismo, luego se dio cuenta que hacía varios minutos que este no recibía el combustible
acostumbrado.
Con el rostro desencajado, y
con mucho temor, inmediatamente procedió a informar a su superior sobre la
gravedad de la situación.
Su Jefe inmediato, al
recibir la noticia no quiso creer lo que contaba, y le dijo:
—Hombre, no puede ser, tú
has estado soñando u otra cosa, ese horno es el que más calor nos brinda, es el
que mejor funciona en todo tiempo, no puede andar mal bajo ningún concepto,
verifica de nuevo, o mejor dicho, vamos los dos a revisarlo.
Y así procedieron, y al ver
que el encargado no le había mentido ni estaba soñando, el Jefe, con el rostro
aún más desencajado corrió desesperadamente a comunicar la noticia al Superior.
Llegó ante una inmensa
puerta, golpeó frenéticamente hasta que apareció uno vestido de monje, le dijo
quién era y que su misión era de extrema urgencia.
Enseguida lo hizo pasar y le
llevó a una gran sala. No tuvo que esperar mucho. El Superior hizo su aparición
y con una señal, en silencio, le indicó que hablara.
El Jefe, arrodillado ante la
imponente figura, sin atreverse a mirarlo siquiera le dijo:
—Mi señor, único señor,
tenemos un problema en el horno número cuatro.
—Si… ¿de qué se trata?
–interrogó el supremo.
—Señor, bajísimo señor, se
está enfriando por falta de combustible… –contestó temblando.
—¿A qué sección corresponde?
–preguntó.
—Es la parte de Argentina,
señor, malísimo señor. Como usted sabe, nunca tuvimos problemas con este horno,
todo lo contrario, siempre fue el que más calor daba; realmente no sabemos qué
pasa y estamos muy preocupados –explicó.
El Superior lo miró, guardó
un momento de silencio y luego y ordenó:
—Enciendan el Gran Ojo y
enfoquen la zona en cuestión.
Inmediatamente apareció un
acolito, de muy baja estatura también con ropas como de monje, y procedió a
cumplir la orden; tenía en sus manos una especie de control remoto con el que
hizo primero aparecer una pantalla cuatridimensional, que flotaba en medio de
la sala.
Al instante aparecieron las
primeras imágenes, mostraban a la Argentina.
—¡Recorran las ciudades!
–ordenó imperativo.
El acólito comenzó a apretar
botones del control y a medida que pasaban las imágenes de las distintas
ciudades observaron que en las calles no había un alma.
—¡Qué extraño, las calles
están desiertas! –exclamó el Supremo–. Pero los habitantes no pueden haber
desaparecido… ¡Sigan buscando, las personas no desaparecen así porque sí!
–ordenó nuevamente.
El acólito continuó haciendo
zapping, pero ningún ser humano se veía en la gran pantalla, era increíble,
todas las avenidas, plazas y demás lugares públicos estaban vacíos.
—A ver, dejen de recorrer
las calles y posiciónense en alguna casa –dijo el supremo.
El acólito buscó una al azar
y entró.
—¡Señor, acá hay gente!
—¡¿Qué están haciendo?!
—Nada, sólo miran la
televisión.
—A ver, vayan a otra casa.
Cumplió la orden.
—Señor, lo mismo, están
mirando televisión.
El bajísimo le ordenó que
recorra más casas, mientras tanto numerosos acólitos, que se habían enterado de
lo que sucedía con el horno número cuatro, fueron acercándose preocupados a la
gran sala y observaban lo que sucedía.
El acólito que tenía el
control comprobó que en todas las casas pasaba lo mismo: la gente miraba la
televisión. Se lo comunicó.
—Qué extraño –se preguntó el
Supremo–. ¿Y qué es lo que miran?
El acólito le respondió:
—Amo y señor nuestro, todos
están mirando un partido de fútbol.
—¡Un partido de fútbol! A
ver, pásenme las imágenes –ordenó.
El bajísimo comprobó lo que
le dijo su acólito: en la televisión de Argentina estaban mostrando un partido
de fútbol.
Mientras tanto los acólitos
murmuraban en la sala: “Es claro, explicaba uno, al no haber gente en las
calles ni rutas, no hay accidentes, ni asaltos...”.
En ese instante sonó el
intercomunicador.
—Señor, avisan que el horno
está en un punto crítico y hay peligro de que se apague.
—¡Tenemos que hacer algo urgente!
–exclamaron varios.
—¡Debemos lograr que la
gente salga rápidamente a la calle! –expresó uno.
—Señor, desvíe un misil; es
más rápido que sacar la gente a la calle –se atrevió a aconsejar otro.
Y así los acólitos reunidos comenzaron
a opinar, a tirar ideas como la de crear un terremoto, un volcán, un huracán y
calamidades por el estilo.
El Supremo los escuchaba en
silencio, miraba y sonreía, casi burlonamente; después de unos instantes en
silencio les dijo:
—Qué poca imaginación
tienen. Observen las imágenes del televisor que miran los argentinos; fíjense
que el partido está cero a cero, noten la tensión en sus rostros; ahora
observen.
El Bajísimo mientras miraba
fijamente la pantalla comenzó a mover, lentamente, su mano izquierda, haciendo
extraños movimientos.
Los acólitos miraban en la
gran pantalla como en la televisión un jugador le pegaba con un puño a la
pelota y esta entraba en el arco. Al instante vieron a los habitantes de la
casa saltar, llorar y gritar como desposeídos, y cómo luego de unos instantes volvían
a la posición contemplativa.
Volvió a sonar el
intercomunicador, la llamada nuevamente provenía del horno cuatro. El acólito
atiende y luego comunica el mensaje:
—Señor, nos informan que el
horno acaba de retomar algo de temperatura, pero está lejos de estabilizarse.
—Sí –dice el Supremo–, los
infartos no fueron suficientes. Hay que hacer algo más fuerte –dijo y empezó a
dar vueltas ensimismado.
Mientras tanto los acólitos
murmuraban, no entendían qué quería hacer el Supremo; ellos preferían algo más
directo, como lo que sugirieron anteriormente.
Luego de unos instantes, el Bajísimo
se paró, una extraña sonrisa adornaba su rostro, y les ordenó:
—¡Observen nuevamente el
televisor terrenal!
El Bajísimo volvió a mirar
fijamente la pantalla, pero esta vez no movió su mano, sino que comenzó a mover
su pie izquierdo, hacía con él extraños movimientos: le daba vueltas en
círculos, lo levantaba, para atrás, para adelante…
Mientras los acólitos veían,
intrigados por este proceder, lo que ocurría en la pantalla: el mismo jugador,
que antes le había pegado a la pelota con la mano, ahora tenía la pelota en los
pies y corría eludiendo a otros jugadores que querían sacarle el balón. En una
carrera que arrancó desde antes de la media cancha eludió a más de cinco
jugadores y volvió a meter la pelota en el arco, esta vez con el pie, izquierdo.
Ahí los acólitos entendieron
los raros movimientos del Supremo, y un estruendoso aplauso y ovaciones
dirigidas a su persona estalló en la sala:
—¡Bravo, señor, qué jugada!
–gritaron entusiasmados.
Al mismo tiempo, en la
infernal pantalla se veía a los habitantes de la Argentina llorar, saltar y
gritar totalmente fuera de sí. En la sala podían sentir cómo estallaban los
corazones de los argentinos.
Volvió a sonar el
intercomunicador. El acólito que atendió inmediatamente sonrió, luego le dijo
al Supremo con gran regocijo:
—¡Señor de los señores,
maravillosa obra de arte! ¡Nos avisan del horno cuatro que pasó el peligro y que
está recuperando rápidamente su temperatura!
El amo de los infiernos no
dijo una palabra, sólo agradeció con un gesto y, satisfecho, y con su ego
hinchado a más no poder, se retiró a sus habitaciones con paso firme, la cabeza
en alto y el pecho bien erguido.
Los acólitos, eufóricos,
también comenzaron a dispersarse, mientras comentaban entusiasmados la jugada
del maestro.
La normalidad había
retornado y el horno número cuatro estaba más caliente que nunca.
Un último diabólico detalle
tuvo el Supremo amo para darle la puntada final a su obra maestra: por la
primera jugada logró que le echaran la culpa a su eterno enemigo.
RLF
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