El Sargento Cabral, ¿salvó a San Martín?
De
acuerdo con la historia argentina, y parece ser Bartolomé Mitre el
que cuenta por primera vez, en su “Historia de San Martín”, este
episodio, en el cual el granadero Juan Bautista Cabral, salva de una
muerte segura al entonces coronel San Martín, cuando este cae bajo
su caballo, al interponerse él frente a las bayonetas de los
realistas, siendo mortalmente herido murió poco después, en el
histórico Combate de San Lorenzo. Consta su heroica muerte en un
pedido del propio San Martín en una carta dirigida a la Asamblea de
1813, que dice: “No
puedo prescindir de recomendar particularmente a la familia del
granadero Juan Bautista Cabral, natural de Corrientes, que atravesado
el cuerpo por dos heridas no se le oyeron otros ayes que los de viva
la patria, muero contento por haber batido a los enemigos. San
Martín”.
Veamos lo que dice don Bartolo al respecto:
“San Martín, al frente de su escuadrón, se encontró con la columna que mandaba en persona el comandante Zabala, jefe de toda la fuerza de desembarco. Al llegar a la línea recibió a quemarropa una descarga de fusilería y un cañonazo a metralla, que matando su caballo le derribó en tierra, tomándole una pierna en la caída. Trabóse a su alrededor un combate parcial al arma blanca, recibiendo él una ligera herida de sable en el rostro. Un soldado español se disponía ya a atravesarlo con la bayoneta, cuando uno de sus granaderos, llamado Baigorria (puntano), lo traspasó con su lanza. Imposibilitado de levantarse del suelo y de hacer uso de sus armas, San Martín habría sucumbido en aquel trance, si otro de sus soldados no hubiese venido en su auxilio echando resueltamente pie a tierra y arrojándose sable en mano en medio de la refriega. Con fuerza hercúlea y con serenidad, desembaraza a su jefe del caballo muerto que lo oprimía, en circunstancias que los enemigos reanimados por Zabala a los gritos de "¡Viva el rey!", se disponían a reaccionar, y recibe en aquel acto dos heridas mortales gritando con entereza: "¡Muero contento! ¡Hemos batido al enemigo!" Llamábase Juan Bautista Cabral este héroe de última fila: era natural de Corrientes, y murió dos horas después repitiendo las mismas palabras.”
En base a esta historia, mitrista, se le recuerda al héroe correntino en infinidad de lugares, plazas, calles y monumentos, inclusive en la popular marcha “San Lorenzo”. El Sargento Cabral, como popularmente se le conoce, fue ascendido postmorten a este grado.
Bien,
de que dicho soldado existió y murió no caben dudas, pero la
pregunta es, ¿en realidad salvó a San Martín?, ¿cayó bajo su
caballo?, ¿por qué el mismo San Martín no menciona este hecho?
Estas
dudas vienen a cuento porque en ese combate hubo un testigo
presencial que luego relató pormenorizadamente el encuentro con San
Martín y lo que fue aquel combate, y nada dice al respecto, ya que
tan dramática situación, San Martín caído y apretado por su
caballo a punto de ser lanceado, pienso no le hubiera pasado desapercibida porque el testigo
estaba observando a pocos metros del lugar donde se combatía: desde
el campanario del “histórico convento que febo iluminó con sus
rayos esa mañana”, como reza la letra de la marcha.
Pero
en fin, saquen ustedes sus propias conclusiones después de leer lo
que cuenta el escocés John Parish Robertson, su encuentro con San
Martín en su viaje de vuelta a Asunción, en su libro “Cartas del
Paraguay”; es la carta Nº XXIX. Va completa, las mayúsculas son mías.
“Por
la tarde del quinto día llegamos a la posta de San Lorenzo, distante
como dos leguas del convento del mismo nombre, construido sobre las
riberas del Paraná, que allí son prodigiosamente altas y empinadas.
Allí nos informaron haberse recibido órdenes de no permitir a los
pasajeros seguir desde aquel punto, no solamente porque era inseguro
a causa de la proximidad del enemigo, sino porque los caballos habían
sido requisados y puestos a disposición del Gobierno y listos para,
al primer aviso, ser internados o usados en servicio activo. Yo había
temido encontrar tal interrupción todo el camino porque sabía que
los marinos en considerable número estaban en alguna parte del río;
y cuando recordaba mi delincuencia en burlar su bloqueo, ansiaba caer
en manos de cualquiera menos en las suyas. Todo lo que pude convenir
con el maestro de posta fue que si los marinos desembarcaban en la
costa, yo tendría dos caballos para mí y mi sirviente y estaría en
libertad de internarme con
su
familia, a un sitio conocido por él, donde el enemigo no podría
seguirnos. En ese rumbo, sin embargo, me aseguró que el peligro
proveniente de los indios era tan grande como
el
de ser aprisionado por los marinos; así es que Scylla y Caribdis
estaban lindamente ante mis ojos. Había visto ya bastante de Sud
América, para acoquinarme ante peligrosas perspectivas.
Antes
de desvestirme hice mi ajuste de cuentas con el maestro de posta y,
cuando
quedó arreglado, me
retiré
al carruaje, transformado en habitación, para pasar la noche, y
pronto me
dormí.
No
habían corrido muchas horas cuando desperté de mi profundo sueño a
causa
del
tropel de caballos, ruido de sables y
rudas
voces de mando a inmediaciones de la posta. Vi confusamente en las
tinieblas de la noche los tostados rostros de dos arrogantes soldados
en cada ventanilla del coche.
No
dudé estar en manos de los marinos. “¿Quién está ahí?”, dijo
autoritariamente uno de ellos. “Un viajero”, contesté, no
queriendo señalarme inmediatamente como víctima confesando que era
inglés. “Apúrese”, dijo la misma voz “y salga”. En ese
momento se acercó a la ventanilla una persona cuyas facciones no
podía distinguir en lo obscuro, pero cuya voz estaba seguro de
conocer, cuando dijo a los hombres: “No sean groseros; no es
enemigo, sino, según el maestro de posta me informa, un
caballero
inglés en
viaje
al Paraguay”.
Los
hombres se retiraron y el oficial se aproximó más a la ventanilla.
Confusamente como pude entonces discernir sus finas y
prominentes
facciones, sin embargo, combinando sus rasgos con el metal de voz,
dije: “Seguramente usted es el coronel San Martín, y, si es así,
aquí está su amigo míster Robertson”.
El
reconocimiento fue instantáneo, mutuo y cordial; y él se
regocijó
con franca risa cuando le manifesté el miedo que había tenido,
confundiendo sus tropas con un
cuerpo
de marinos.
El
coronel entonces me informó que el Gobierno tenía noticias seguras
de que los marinos españoles intentarían desembarcar esa misma
mañana, para saquear el país circunvecino y especialmente el
convento de San Lorenzo. Agregó que para impedirlo había sido
destacado con ciento cincuenta Granaderos a caballo de su Regimiento;
que había venido (andando principalmente de noche para no ser
observado) en tres noches desde Buenos Aires. Dijo estar seguro de
que los marinos no conocían su proximidad y que dentro de pocas
horas esperaba entrar en
contacto
con ellos. “Son doble en número”, añadió el valiente coronel,
“pero por eso no creo que tengan la mejor parte de la jornada”.
“Estoy
seguro que no”, dije; y
descendiendo
sin dilación empecé con mi sirviente a buscar a tientas, vino con
que refrescar a mis muy bien venidos huéspedes. San
Martín
había ordenado que se apagaran todas las luces de la posta, para
evitar que los marinos pudiesen observar y conocer así la vecindad
del enemigo. Sin embargo, nos manejamos muy bien para beber nuestro
vino en la obscuridad y fue literalmente la copa del estribo; porque
todos los hombres de la pequeña columna estaban parados al lado de
sus caballos ya ensillados, y listos para avanzar, a la voz de mando,
al esperado campo del combate.
No
tuve dificultad en persuadir al general que me permitiera acompañarlo
hasta el convento. “Recuerde solamente”, dijo, “que no es su
deber ni oficio pelear. Le daré un buen caballo y si ve que la
jornada se decide contra nosotros, aléjese lo más ligero posible.
Usted sabe que los marineros no son de a caballo”. A este consejo
prometí sujetarme y, aceptando su delicada oferta de un caballo
excelente y estimando debidamente su consideración hacia mí,
cabalgué al costado de San Martín cuando marchaba al frente de sus
hombres, en obscura y
silenciosa
falange.
Justo
antes de despuntar la aurora, por una tranquera en el lado del fondo
de la construcción, llegamos al convento de
San
Lorenzo, que quedó interpuesto entre el Paraná y las tropas de
Buenos
Aires y ocultos todos los movimientos a las miradas del enemigo. Los
tres lados del convento visibles desde
el
río, parecían desiertos; con las ventanas cerradas y todo en el
estado en que los frailes atemorizados se supondría lo habían
abandonado en su fuga precipitada, pocos días antes. Era en el
cuarto lado y por el portón de entrada al patio y claustros que se
hicieron los preparativos para la obra de muerte. Por este portón
San Martín silenciosamente hizo desfilar sus hombres, y una vez que
hizo entrar los dos escuadrones en el cuadrado, me recordaron, cuando
las primeras luces de la mañana apenas se proyectaban en los
claustros sombríos que los protegían, la banda de griegos
encerrados en el interior del caballo de madera tan fatal para los
destinos de Troya.
El
portón se cerró para que ningún transeúnte importuno pudiese ver
lo que adentro se preparaba. El coronel San Martín, acompañado por
dos o tres oficiales y por mí, ascendió al campanario del convento
y con ayuda de un anteojo de noche y por una ventana trasera trató
de darse cuenta de la fuerza y
movimientos
del enemigo.
Cada
momento transcurrido daba prueba más clara de su intención de
desembarcar; y tan pronto como aclaró el día percibimos el afanoso
embarcar de sus hombres en los botes de siete barcos que componían
su escuadrilla. Pudimos contar claramente alrededor de trescientos
veinte marinos y marineros desembarcando al pie de la barranca y
preparándose a subir la larga y tortuosa senda, única comunicación
entre el convento y el río. Era evidente, por el descuido con que el
enemigo ascendía el camino, que estaba desprevenido de los
preparativos hechos para percibirlo, pero San Martín y sus oficiales
descendieron de la torrecilla, y después de preparar todo para el
choque, tomaron sus respectivos puestos en el patio de abajo. Los
hombres fueron sacados del cuadrángulo, enteramente inapercibidos,
cada escuadrón detrás de una de las alas del edificio.
San
Martín volvió a subir al campanario y deteniéndose apenas un
momento, volvió a bajar corriendo, luego de decirme: “Ahora, en
dos minutos más estaremos sobre ellos, sable en mano”. Fue un
momento de intensa ansiedad para mí. San Martín había ordenado a
sus hombres no disparar un solo tiro. El enemigo aparecía a mis pies
seguramente a no más de cien yardas [90
metros].
Su bandera flameaba alegremente, sus tambores y pitos tocaban marcha
redoblada, cuando en un instante y a toda brida los dos escuadrones
desembocaron por atrás del convento y flanqueando al enemigo por las
dos alas, comenzaron con sus lucientes sables la matanza que fue
instantánea y espantosa. LAS TROPAS DE SAN MARTÍN RECIBIERON UNA
DESCARGA SOLAMENTE, PERO DESATINADA, DEL ENEMIGO; PORQUE, CERCA DE ÉL
COMO ESTABA LA CABALLERÍA, SÓLO CINCO HOMBRES CAYERON EN LA
EMBESTIDA CONTRA LOS MARINOS. Todo lo demás fue derrota, estrago y
espanto entre aquel desdichado cuerpo. La persecución, la matanza,
el triunfo, siguieron al asalto de las tropas de Buenos Aires. LA
SUERTE DE LA BATALLA, AUN PARA UN OJO INEXPERTO COMO EL MÍO, NO
ESTUVO INDECISA TRES MINUTOS. La carga de los dos escuadrones
instantáneamente rompió las filas enemigas y desde aquel momento
los fulgurantes sables hicieron su obra de muerte tan rápidamente,
que en un cuarto de hora el terreno estaba cubierto de muertos y
heridos.
Un
grupito de españoles había huido hasta el borde de la barranca; y
allí, viéndose perseguidos por una docena de granaderos de San
Martín, se precipitaron barranca abajo y fueron aplastados en la
caída. Fue en vano que el oficial a cargo de la partida les pidiera
se rindiesen para salvarse. Su pánico les había privado
completamente de la razón, y en vez de rendirse como prisioneros de
guerra, dieron el horrible salto que los llevó al otro mundo y dio
sus cadáveres, aquel día, como alimento a las aves de rapiña.
DE
TODOS
LOS
QUE DESEMBARCARON VOLVIERON A SUS BARCOS APENAS CINCUENTA. LOS DEMÁS
FUERON MUERTOS O
HERIDOS,
MIENTRAS SAN MARTÍN SOLAMENTE PERDIÓ EN EL ENCUENTRO, OCHO DE SUS
HOMBRES.
La
excitación nerviosa proveniente de la dolorosa novedad del
espectáculo, pronto se convirtió en mi sentimiento predominante; y
quedé contentísimo de abandonar el todavía humeante campo de la
acción. Supliqué a San Martín, en consecuencia, que aceptase mi
vino y provisiones en obsequio a los heridos de ambas partes, y
dándole un cordial adiós, abandoné el teatro de la lucha, con pena
por la matanza, pero con admiración por su sangre fría e
intrepidez.
Esta
batalla (si batalla puede llamarse) fue, en sus
consecuencias,
de gran provecho para todos los que tenían relaciones con el
Paraguay, pues los marinos se alejaron del rio Paraná y jamás
pudieron penetrar después en son de hostilidades.
Habiendo
ya entrado en
detalles
completos tanto sobre Santa Fe, la Bajada, Goya, Corrientes,
Estancias, etc., etc., como acerca del viaje entre la primera y
Asunción, diré solamente que una vez más llegué a aquella
capital, un mes después de la batalla de San Lorenzo.”
Y bien, usted, a quién le cree más, ¿al inglés que presenció la batalla, conoció personalmente a San Martín y escribió esta historia pocos años después, publicada en Inglaterra en 1838, estando el prócer en vida, o al poeta devenido en improvisado historiador? No hay mucho para elegir, ¿o sí?
https://www.paraguaymipais.com.ar/opinion/el-sargento-cabral-salvo-a-san-martin/
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