UNA ENTREVISTA HISTÓRICA
(Publicado en la revista Ñe'engatu, Nº 191, marzo-abril 2014)
Entrevista realizada por Juan E. O’Leary, publicada en su obra “El
libro de los héroes. Páginas históricas de la Guerra del Paraguay”, 1922, pp.
439-447. Carlos Guido y Spano es popularmente conocido en nuestro país por su Nenia y por la encendida defensa que
hizo de la causa paraguaya. Conoció a Francisco Solano López cuando este fue
mediador en el histórico Pacto de San José de Flores; también estuvo con madame
Elisa Alicia Lynch cuando ella partió de Buenos Aires hacia Europa al finalizar
la guerra. Su padre, el general Tomás Guido, mantuvo correspondencia con Carlos
Antonio López y su hijo, cartas que él conservó y da cuenta en su contenido del
elevado nivel de preparación cultural de ambos.
GUIDO Y SPANO (1827-1918)
Fue siempre una aspiración mía conocerle. Vinculado al gran drama
de nuestra historia, quería oír de sus labios muchas de las cosas que brotaron
de su pluma, hace más de medio siglo. Pero coincidencias fatales me impidieron
hasta ahora estrechar su mano generosa. Entretanto, los años han ido pasando, siendo
casi tarde para realizar mi deseo. El poeta declina en una ancianidad de
noventa y dos años. No podía, pues, demorar más y fui a verle en su casita
lejana de la calle Canning.
Era domingo. La ciudad estaba silenciosa, sobre todo en el apartado
barrio en que el patriarca espera su hora.
Dos amigos me acompañaban. Los tres íbamos animados de idénticos
sentimientos, de curiosidad y admiración.
Eran las seis y media de la tarde cuando llegamos a su puerta. Iba
a oscurecer. Una criada nos recibió y complacida nos llevó hasta la habitación
del poeta. ¡Allí estaba el más impecable de los artífices de la poesía
argentina!
Tendido en su lecho de dolor, donde hace treinta años lo tiene
clavado la parálisis, florece su cabeza coronada de blanca cabellera, y se
derrama sobre su pecho su gran barba fluvial, mientras brillan sus ojos negros,
llenos de fuego, y resplandece su frente pensadora.
El poeta nos mira llegar sonriente. Y nos estrecha las manos con
cariño. Nos habíamos hecho anunciar como paraguayos, y esto le llenaba de
júbilo.
—¿Paraguayos? Nos dice.
—Sí, paraguayos, que cumplen un deber y satisfacen un anhelo
visitándole.
Y enseguida le recordamos su defensa de la causa paraguaya, asegurándole
que nuestra gratitud es grande y que es para nosotros una pena no haber podido nunca
recibirle en nuestro hogar, para brindarle la apoteosis que le debemos y que solo
pudimos ofrecer a uno de sus esforzados compañeros de “La América”, a don
Agustín de Vedia.
Ante esta evocación de los lejanos días de su juventud, pareció reanimarse,
incorporándose penosamente para hablar. Su rostro cobró un aire de vigorosa
energía y su voz sonó pausada, pero llena de vehemencia.
—¡El Paraguay!, exclamó. Fue un gran país, inicuamente sacrificado.
El Paraguay hizo lo que no hizo ningún otro país de la tierra, realizó el ideal
de bastarse a sí mismo, de vivir aparte, sin estorbar a nadie, pero también sin
necesitar de nadie. Los paraguayos eran felices, eran ricos y vivían como en una
gran familia. Su exterminio ha sido un crimen injustificable.
Sus mismos dictadores, los dos López, han sido muy cultos y muy sinceros
patriotas. Se les ha pintado como bárbaros, pero es pura calumnia. Yo guardo entre
los papeles que fueron de mi padre, el general Guido, que estuvo en el Paraguay,
numerosas cartas de ambos presidentes, y es notable la ilustración que ellas
revelan. Son documentos inéditos, muy importantes. En cuanto al Mariscal López
en particular, fue un personaje extraordinario. Un hombre que da cien batallas,
pelea cinco años y muere como un héroe, con la espada en la mano!... Se le
puede odiar, pero es imposible despreciarle… Yo le conocí en 1859, cuando vino
como ministro mediador. Buenos Aires le hizo un gran recibimiento y yo fui a
visitarle. Más tarde, cuando estalló la guerra, le defendí. Joven, ardoroso,
escribí con una agresividad terrible, atacando fieramente al general Mitre.
Este nunca quiso polemizar conmigo. Y hasta me dio la razón, muchas veces, en
cartas que guardo en mi archivo. La propaganda paraguayista de “La América”,
nos valió la cárcel a sus redactores. Vivíamos bajo el estado de sitio y los ánimos
estaban muy irritados. De modo que nuestros artículos levantaron roncha,
provocando la clausura de nuestro diario. Estando preso, nació mi primer hijo.
Y cuando obtuve mi libertad, lejos de ir a ver a mi señora, tan indignado estaba,
corrí a un diario, para atacar con más furia al gobierno. ¡Qué! ¿Pretendían asustarme?
Yo no soy hombre que se humilla. Siempre he sido modesto, no considerándome superior
a nadie. Pero que no se pretenda ultrajarme. Entonces me levanto, y crezco, y voy
contra cualquiera, por poderoso que sea. Así fue que, después de mi prisión, seguí
mi propaganda, con mayor fuerza, atacando al gobierno de Mitre con creciente
iracundia. Pero la verdad es que el pueblo estaba con nosotros. La guerra era impopular.
Y ustedes los paraguayos eran muy queridos en Buenos Aires…
En este momento me permití interrumpirle, para preguntarle si no opinaba,
como yo, que la guerra al Paraguay fue obra exclusiva del Imperio brasileño, en
cuyas redes cayó la oligarquía bonaerense, acaudillada por el general Mitre y el
infame Rufino de Elizalde.
—Indudablemente, me contestó. La guerra fue preparada por el Brasil.
Sus hábiles diplomáticos comprometieron a nuestro gobierno, y todo resultó como
deseaba el Emperador. Y para justificar aquel crimen tuvieron que apelar a la
difamación del Paraguay y de su gobierno. El pretexto era la libertad del Paraguay.
¿Pero quién les había pedido esa liberación? Los paraguayos estaban muy contentos
con su régimen político, al menos no se habían manifestado en contra…
Y el buen anciano hablaba y hablaba, subrayando sus palabras, como si
quisiera hacernos notar su sinceridad. Había momentos en que levantaba la voz y
agitaba las manos, sacudida su alma por los recuerdos. No parecía un hombre casi
centenario. Un soplo de juventud pasaba por su ser, y sus pupilas se encendían,
y su cuerpo paralítico se agitaba bajo la blanca sábana que lo cubría. Era que toda
su vida se agolpaba en ese instante en su memoria, pugnando por vibrar en sus labios.
Bajo las cenizas aun quedaban brasas. Y estas podían todavía apresurar las palpitaciones
de su cansado coraz6n. Espiritualmente, los hombres escogidos no envejecen. Y este
es el rasgo distintivo de su superioridad. Tal era el caso de nuestro poeta. Su
carne, decrepita, se levantaba a impulsos de su alma, y todo su ser parecía rejuvenecido.
Yo le contemplaba admirado. Aquella extraña vida, reconcentrada en las
vibraciones de un potente cerebro y de un firme corazón, ejercía sobre mí una avasalladora
sugestión. Sus palabras tenían largas resonancias en mi oído, y mil ecos respondían,
desde las profundidades de la historia, a todo cuanto iba brotando de sus
labios. No era ya el poeta el que hablaba. Antojábaseme escuchar confidencias
de ultratumba, juicios y revelaciones de bocas misteriosas, que hablaban desde
las regiones astrales de lo desconocido…
Cuando le vimos hacer una pausa, fatigado, tratamos de darle un
descanso, hablando nosotros, comentando sus afirmaciones, recordándole sus
méritos de luchador y de poeta, todavía no reemplazado en su país.
Pero él, después de divagar un momento, recordando, con filial
cariño, a su padre, leyéndonos la última carta que le escribiera San Martín, al
abandonar para siempre la causa de la independencia, volvió otra vez al Paraguay,
renovando sus evocaciones.
Por la señora Lynch tenía una inmensa admiración. Fue una gran mujer,
nos decía, hermosa y muy inteligente. Cuando se dirigía al Paraguay, antes de la
guerra, fue aquí muy agasajada por nuestra mejor sociedad. Después… Terminada la
tragedia, pasó otra vez por Buenos Aires, en medio de la indiferencia de todos.
Había hecho la heroica campaña, enterrando con sus manos al amado compañero, y regresaba
con sus pobres hijos huérfanos. Yo fui el único que la visité. Cuando llegué a su
hotel, el criado me anunció que no estaba visible, entregándole mi tarjeta. Me retiraba,
cuando fui alcanzado por un enviado de ella, que me suplicaba regresase a verla.
Me recibió con estas palabras, que nunca olvidaré, y que me halagaron mucho: “Señor
Guido, lo esperaba, pero solo a Ud.”. Era yo el único caballero de cuya gentileza
no había dudado. Y cuando llegó el momento de partir a Europa, yo la acompañé hasta
el vapor, en medio de la muchedumbre, ávida de conocerla. Fue este un notable episodio.
La señora Lynch estaba algo intranquila ante la actitud de los espectadores. La
guerra acababa de terminar y ella era muy calumniada. Podía esperarse una
manifestación hostil. Yo la tranquilicé. Y, brindándole mi brazo, avanzamos por
un largo muelle, entre dos filas de curiosos. En medio del mayor silencio llegamos
al extremo de dicho muelle, donde tomamos un bote. En ese momento la muchedumbre
estalló en un viva estruendoso, siguiéndole un largo aplauso. Era el homenaje debido
al infortunio y a la gloria. La señora Lynch se puso de pie, y levantando el espeso
velo negro que cubría su rostro, saludó con gracia infinita al pueblo que la aclamaba,
mientras nos alejábamos rápidamente. La señora Lynch fue también una heroína.
Siguió a su compañero hasta la tumba. Hizo cuanto le fue dado hacer, con una
energía asombrosa. Yo he sentido por ella siempre la mayor admiración…
Imposible recordar todo cuanto nos dijo en los breves momentos que le
escuchamos. Cada pregunta nuestra, cada observación, cada palabra tenía la virtud
de sugerirle mil recuerdos, que se empeñaba en aprisionar en fórmulas concisas,
tratando de decirnos todo lo que sentía y todo lo que pensaba.
Pero había algo que yo deseaba aclarar, sin encontrar la oportunidad
de hacerlo. Quería saber, como quieren saberlo todos los paraguayos, la
intención de aquella popular elegía en que cantó la desaparición del Paraguay. ¿Cómo
explicarse, en efecto, aquel canto de muerte en quien luchó, con tanto tesón,
por la vida del Paraguay? La Nenia, como lo dije alguna vez, interpretaba las aspiraciones
del vencedor. Eso, la desaparición del país vencido, era, indiscutiblemente, el
fin de la guerra. Y si no se realizo tan siniestro propósito fue,
sencillamente, porque la alianza estaba rota antes de terminar la campaña,
surgiendo entre los aliados las querellas inevitables en todo reparto de botín
mal habido. El Brasil y sus cómplices casi se fueron a las manos, y nosotros,
no solo salimos con vida, salvamos una parte del territorio que en el Tratado
Secreto se había adjudicado la República Argentina. Entre tanto, Guido Spano,
el autor de “El Gobierno y la Alianza”, panfleto implacable en defensa del
Paraguay, apenas consumada la tragedia de Cerro Corá escribía las estrofas
lastimeras de la más conocida poesía americana, haciendo llorar nuestro
exterminio al Urutaú de nuestras selvas.
¡Llora, llora urutaú
En las ramas del yatai
Ya no existe el Paraguay
Donde nací como tú—
Llora, llora urutaú…!
¿Es que el poeta había claudicado de todas sus
ideas anteriores, deslumbrado, como Olegario Andrade, por los fulgores de una
victoria inmerecida? ¡No! Acabáis de leer sus últimas palabras. Inclinado ya
sobre la tumba, cargado de años y de laureles, se afirma, orgulloso todavía, en
sus viejos sentimientos de admiración por el Paraguay y de respeto profundo por
el sacrificio de sus hijos. ¿Cómo explicarse, entonces, aquel graznido de ave
de mal agüero, extraño por completo a la obra del armonioso poeta? Vais a
saberlo. La Nenia fué un grito de sinceridad, que nació, sin segundas intenciones,
del fondo de su corazón. Lo que allí dice, era, simplemente, producto de una
honrada convicción. L1oró nuestra muerte, como glorificó nuestra vida,
ignorando hasta dónde llegaba nuestra resolución de persistir en el mundo. Y en
esta forma, recogió, sin pensarlo, y, mucho menos, sin quererlo, el anhelo
cruel del vencedor, grabando en estrofas que no morirán la realidad de aquel
bárbaro propósito, felizmente no realizado. El Paraguay no murió, pero allí
quedan los versos del poeta para probar que por muerto se le dejó tendido entre
escombros, ahogado en su propia sangre.
—Maestro ¿cómo escribió usted su Nenia? Le
pregunté.
Apenas formulada la pregunta, comprendí que no
podía haberla expresado en forma más desgraciada. Pero es que, francamente, me
sentía cohibido al interrogarle. Para mí era este un punto demasiado escabroso.
El viejo bardo me escuchó lleno de bondad. Sus ojos vivaces se clavaron en los
míos. Y su respuesta fue de una deliciosa ingenuidad.
—La escribí un buen día, sin meditarla, espontáneamente.
Para hacerlo, pedí una hoja de papel a mi señora. Y como no la había en casa en
ese momento… escribí en unos pedazos de cartón… Así nacieron esas estrofas, que
tan afortunadas han sido…
Y no dijo más. Porque nada más podía decir. Así
nace la poesía, la verdadera poesía. El raudal cristalino brota de la divina
fuente, apenas tocada por el genio, sin que haga falta que le abra un cauce el
pensamiento. En aquel instante Guido Spano fue, por otra parte, el vate, que
decían los antiguos, intérprete del alma colectiva: había en él algo de
impersonal. Sin meditar lo que escribía, expresó la verdad de lo que todos
sentían, y sollozó el más horrendo vaticinio.
He ahí el origen de la Nenia, su alcance y
explicación.
Cuando, al ir a despedirnos, formulamos votos por
su salud y más larga vida, el poeta nos interrumpió para decirnos que no
deseaba la vida, que, en su situación, la muerte era la suprema consoladora.
—El hombre es un luchador que tiene derecho a la
vida mientras pueda mantenerse en pie, erguido y vigoroso. Cuando se ha caído,
como yo, se está demás en el mundo. Yo no soy ya sino una sombra, y voy, con la
capucha calada, camino de la tumba. ¡La muerte! Créanme que no la temo. La
espero, tranquilo, como una liberación.
No me olviden —fueron sus últimas palabras—, que
visitar a un enfermo es obra de misericordia.
Cuando salimos era ya noche cerrada. La
noctambula Buenos Aires empezaba a despertar. Y nosotros, al alejarnos, nos
sentíamos todavía dominados por una extraña emoción.(1)
(1) Guido y Spano leyó esta ligera impresión de
nuestra entrevista, escribiéndome agradecido una amable carta y adjuntándome un
artículo publicado en 1879, en el que explica el origen de su Nenia. Cuatro
meses después fallecía el altísimo poeta.
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