Rafael Franco: soldado y héroe


En momentos en que nuestro país lidera estadísticas de corrupción, en que aparecen los indignados ante un intento más de meter la mano en el erario, esta vez por parte de los legisladores, en donde a nuestros políticos no se les cae una idea y la ausencia de auténticos paradigmas para la juventud es notable, parece oportuno recordar la figura de un hombre, que está como olvidado y desconocido por las generaciones actuales, a través de este magnífico escrito de la Dra. Julia Velilla Laconich, de setiembre de 1973, que retrata fielmente su accionar como hombre civil, militar y político, su apasionado amor por la patria, su honestidad a toda prueba y la dignidad que mantuvo hasta el último instante de su vida.


Dra. Julia Velilla Laconich

El coronel Franco ha muerto. Es cerca de medianoche y dieciséis de setiembre (1973). El vencedor de tantos combates ha caído en la lucha decisiva. Las mismas estrellas que velan por nuestros muertos desde Boquerón hasta el Parapití, alumbraban la tierra Paraguaya.
En el silencio solemne que envolvía la noche, me pareció escuchar el estrépito que producía el gigante al desplomarse y recordé la bella oración fúnebre de Malraux para De Gaulle, cuando parafraseando a Victor Hugo decía: “Oh, qué terrible ruido producen en la noche, los robles, cuando se los abate...”.
Involuntariamente asociamos nombres y vidas. Salvando las lógicas diferencias, qué extraordinarias coincidencias hay en el destino de estos dos héroes: Para De Gaulle, el peor delito de los políticos franceses había sido el de mantener a la Francia inerme, frente a aquello que él veía como inevitable: la guerra con Alemania. El joven coronel francés había incurrido en acto de insubordinación para despertar la conciencia nacional. La arrogancia de los generales prusianos, el menosprecio que los políticos germanos sentían por el pueblo francés destruido en la guerra franco-prusiana anterior, corroído por la lucha política fratricida con una eterna rotación de víctimas y verdugos, parecían alentar la agresión. De Gaulle, inmediatamente se coloca a la vanguardia de la defensa de su patria. Franco se alza con Vanguardia, por razones parecidas.
De Gaulle, apartado de los mandos, es requerido como Franco cuando, ya iniciada la guerra, la patria los precisa.
Después de la guerra, las condiciones de paz que reclaman con cívica intransigencia, no estaban inspiradas en el odio al enemigo, sino en las necesidades y en la seguridad de sus pueblos. Pero en los últimos años, el mejor abogado que tuvo la amistad franco-prusiana fue De Gaulle. El más apasionado defensor e inspirador de esa unidad económica europea fue el hombre que soñando con el “grandeur” de Francia comprendía que no había otra alternativa, no había otro camino para lograrlo que la integración y la unión con los adversarios de la víspera. Franco, que sentía un profundo respeto por el soldado y el oficial bolivianos, serenados los ánimos, en el atardecer de su vida con grandeza, deseaba la integración económica y comentaba la necesidad de un leal entendimiento con el adversario de ayer. Es que ambos, amando con devoción a su patria, pensaban con fervor en la Patria grande, que grávida de futuro, sólo evitaría su satelización y alcanzaría su destino en la integración.
Seguramente para muchos, el político De Gaulle es susceptible de crítica y de discusión. La guerra acumula explosivos elementos psicológicos. Raros son los pueblos, aun aquellos que lograron la victoria, que no hayan sentido necesidad de compensar con justicia los sacrificios. La ansiedad del cambio los hizo actuar con impaciencia, sin serenidad y a veces con indignación; pero este aporte de las trincheras, en la paz no suele ser suficiente. La política es la ciencia de lo posible y cuando se rompe la justa proporción entre los fines y los medios, cuando el sacrificio del estadista lo cumple solamente un reducido grupo de personas, suelen frustrarse varias generaciones, y los mejores propósitos quedan sólo como ideales.
Pero una acción no tiene valor sólo por los resultados sino por las esperanzas que supo encarnar. Rafael Franco había soñado con el bienestar de los oprimidos, y el grito de reivindicación se quebró en gemido.
Franco, como De Gaulle, en la política ha podido cometer desaciertos, pero a él ni a De Gaulle nadie podrá negarles jamás una virtud suprema: devoción por su Patria y por su Pueblo; esa fe y ese amor a la Patria que hecho coraje los convirtió en héroes. Porque sin ese amor fanático que sentía por su patria, la única razón de su vida, Franco no habría llegado a los límites de lo extraordinario no hubiera sido el héroe casi sobrehumano, el legendario León Caré, temido y respetado por el adversario, amado y admirado por su pueblo en armas, como pocos caudillos lo fueron.
En la vida de muchos hombres ilustres de la historia del Paraguay siempre estuvo presente la imagen de la mujer. Rafael Franco tuvo también a su lado a una gran mujer, síntesis y espejo de las admirables virtudes de la mujer paraguaya. Podemos afirmar que Franco, sin la cooperación de su esposa, sin su amor, sin su solidaridad y sin la lealtad con la que Deidamia Solalinde lo acompañó toda su vida, habría llegado, de todos modos, a la altura a la que lo lanzó su heroísmo; pero hubiera llegado a la cumbre como un cóndor solitario, sin ese halo que dio luz a su existencia y alumbró su vida la abnegada compañera que engrandece su figura y su recuerdo.
Qué bello ejemplo ha sido verlo en el atardecer de su vida, en su humilde vivienda, lejos por encima de halagos y honores, rico de pobreza, pero honesto e incorruptible. Y fue edificante verlo morir como había vivido, porque Franco, al político de manos limpias, cuya terca diestra hecha puño jamas se tendió buscando merced o favores, ha muerto sin miedo a Dios ni a la historia.
En las horas dramáticas que viven nuestros pueblos latinoamericanos, horas en las que todo parece estar permitido como si Dios hubiese muerto, horas de crisis de valores supremos sin precedentes, el ejemplo de esta vida moralmente superior, de honestidad sin mácula en el manejo de la cosa pública, de servicio permanente a la Patria y al pueblo, es una cátedra de honestidad y dignidad y un ejemplo que se debería imitar. Porque si Franco el político puede ser una figura discutida y discutible, “un destino histórico es inseparable de muchos errores”, Franco el soldado y héroe es una figura sin sombras, luminosa y gloriosa ante la que se inclinará siempre reverente la tricolor patria a la que supo honrar y defender, como sólo sabe hacerlo un paraguayo de ley.
Su actuación en la contienda chaqueña fue brillante, legendaria. Reincorporado al ejército durante la batalla de Boquerón como Comandante de Batallón, llegó a Comandante de Regimiento para ser luego Jefe del Segundo Cuerpo de Ejército. Sus ascensos los ganó a tajos de espada. Sus estrellas decían de su heroísmo y capacidad de conducción. Franco en el combate sabía, como ningún otro, provocar la ruptura de equilibrio y explotaba inmediatamente. Hacía sus planes con los anhelos de sus jefes y soldados. Varonil y gallardo, reunía todos los dones y atractivos del caudillo, del jefe nato, de personalidad carismática e irresistible atracción, que con su ejemplo llevaba a sus soldadodos a realizar proezas increíbles. Sus tropas cruzando el Parapití llegaron hasta Charagua. Audaz en la ofensiva, metódico y cauteloso en la retirada, maestro en el arte de la guerra, fue el primer condecorado, en el campo de batalla, con la “Cruz del Chaco” juntamente con el involvidable Coronel Eugenio Garay. Para despedir a ese soldado sin mácula, el jefe invencible que partía sin retorno, vimos desfilar a nuestro pueblo paraguayo, siempre valiente, siempre hidalgo, siempre generoso, que se inclinaba sin diferencias políticas ni personales, ante los despojos de uno de nuestros más gloriosos soldados.
Sobrecogía e impresionaba la devoción con que nuestros gloriosos jefes y soldados del Chaco llegaban hasta la capilla mortuoria, para dar el último parte y decir ¡Presente! una vez más, a su glorioso conductor.
Un viejo soldado, mutilado de guerra, curtido más por la lucha contra la adversidad que por aquella que realizó contra el enemigo ocasional entre sollozos, se acerca y le dice: “Eh, mi coronel”. Era el grito de dolor, era la imprecación, era el gemido con el que quería despertar a la muerte; era el reproche al jefe querido y venerado, que una vez más ocupaba el puesto de vanguardia, encabezando ese inmenso cortejo de sombras en que los demás habrán de seguirlo. Juntos habían luchado, habían aprendido la verdad, en la misma sangre vertida por la misma causa; juntos enfrentaron la vida, con la misma energía con que habían vencido a la muerte; juntos habían podido realizar lo sublime pero no habían podido vencer la pobreza; juntos habían incurrido en la suprema debilidad: amar con desesperación a su Paraguay. Era el grito del soldado que horrorizado ve caer a su conductor. Es que ese humilde defensor de la heredad nacional, ese soldado cuya mutilación daba testimonio de amor a la Patria, no quería admitir que el legendario León Caré los había abandonado. Sólo se anticipaba dejando la vida, para sobrevivir en la historia.

Publicado en ABC color en septiembre de 1973

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