José de Antequera, héroe o villano


Una visión crítica de su accionar en el Paraguay junto a los Comuneros


Historia relatada por
Pierre-François Xavier de Charlevoix, SJ (1682-1761)



Edición y comentarios
Rafael Luis Franco Vázquez

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Pierre-François Xavier de Charlevoix, sacerdote jesuita (1682-1761), explorador e historiador francés. Fue conocido por sus estudios históricos y por los relatos de sus viajes por tierras de Canadá y los Estados Unidos. Fue el primero en escribir una historia completa sobre Norteamérica. Ingresó a la Compañía de Jesús en 1698, y en sus colegios mayores enseñó Humanidades y Filosofía. De su prolífica producción histórica se destacan las obras “Historia del Japón”, “Historia de Santo Domingo”, “Historia del Paraguay” (1756) en seis volúmenes; “Historia y descripción general de la Nueva Francia, que incluye el diario histórico de un viaje por América del Norte emprendido por orden del Rey” (1744). Su “Historia del Paraguay” parece fue escrita para responder a las calumnias y ataques de que eran objeto los jesuitas y la Compañía de Jesús. Una obra, la de Charlevoix, muy valiosa que en general no se tiene en cuenta a la hora de contar el Proceso de Antequera y la Revuelta de los Comuneros.

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Pero el interés personal, al que se da siempre más oído que al bien público y al honor de la religión, continuaba haciendo mirar a muchas personas las Reducciones gobernadas por los Jesuitas como la ruina de sus familias, porque las privaban del servicio de los indios que consideraban como patrimonio suyo.
Historia del Paraguay, P. Pedro Francisco Javier de Charlevoix, t. V, Madrid, 1915.


La Revolución de los Comuneros en el Paraguay, del siglo XVIII, se tiene como el primer intento de independencia de la corona de España, y en alguna medida fue así; pero parece que aquella gesta tuvo más sombras que luces de parte de los protagonistas y sobre todo del personaje central de esta historia, José de Antequera y Castro (1689-1731), al que la historiografía moderna lo retrata en general como héroe y a la vez mártir, debido a su trágico final en Lima (1731) y a la condena popular que se dio por dicha sentencia.
Antequera fue el hombre que lideró a los “comunes” del Paraguay; el “común”, término contrapuesto al aristócrata, formaba la comuna, donde vivían en común-unidad, un término antiguo que casi no se utiliza, aunque de esta palabra viene otra que sí está muy de moda: “comunismo”, que vendría a ser “gobierno del común”, o algo así.
Pero bien, qué pretendían aquellos, “comunes” o “comuneros”, habitantes de la Asunción; lo que sabemos es que se rebelaron contra las órdenes del Virrey con el apoyo de Antequera, pero en ningún momento plantearon separarse del reino de España, al menos en lo que respecta al período que estuvo Antequera en el Paraguay; otra historia es con la llegada de Mompox, a quien conoció en Lima, en la cárcel, y como se sabe luego este escapó, se dirigió a Asunción y se unió a los antiguos seguidores de Antequera; lo que sí queda claro es lo que buscaban aquellos comuneros: tener a su disposición la mano de obra esclava que podían brindarle los nativos, los indios, que vivían mayoritariamente en las Reducciones bajo la protección de los Jesuitas; es así que esta Orden se convirtió en un escollo para sus fines; tal cual como pasaba con los portugueses del Brasil.
Se puede inferir que la influencia portuguesa en el Paraguay era notoria, y veían estos “comunes” paraguayos que la esclavitud llevada por ellos, los portugueses, era un brillante negocio y fuente de gran riqueza, no sería entonces de extrañar que ambicionaran lo mismo; además, la serie de intrigas, injurias y calumnias por parte de los portugueses contra los Jesuitas estaban a la orden del día; algo que comenzó después de la histórica batalla de Mbororé (1641), donde los lusitanos fueron derrotados y después de aquella contienda nunca más volvieron a atacar las Reducciones, pero sí iniciaron una formidable campaña difamatoria y de intrigas palaciegas que no paró hasta que los jesuitas fueron expulsados de las misiones y del reino de España, un siglo después (1767).
Y el actor central de aquellos sucesos, José de Antequera y Castro, parece que su historia algo se ha distorsionado, o no se ha contado en detalle cómo era en realidad este personaje que lideró a los comunes del Paraguay; porque hurgando documentos, que hoy están al alcance de un “click”, es de ver que fue cualquier cosa menos un revolucionario con ideales sociales e independentistas; en todo caso Antequera fue: un oportunista, un corrupto que de estar necesitado de la ayuda económica de los amigos para su viaje al Paraguay luego se enriqueció a partir de la función pública, usurpó un gobierno que no le correspondía, un intrigante que lideró una lucha para beneficiar a personas que solo buscaban la explotación de los nativos; al menos así es lo que surge de lo escrito por el padre Pedro Francisco Javier de Charlevoix (misionero jesuita, 1682-1761), contemporáneo del mismo Antequera, en su Historia del Paraguay, una profusa obra de varios tomos accesible en la web.
Es más, de acuerdo a lo que cuenta Charlevoix sobre el accionar de Antequera en el Paraguay, se lo puede considerar a este casi como un “bandeirante” local; un émulo de los portugueses que asolaban las misiones jesuíticas, asesinaban a los sacerdotes y capturaban a los indios para esclavizarlos, aparte de la ocupación que pretendían luego de la despoblación de extensos territorios; todo esto surge de este pormenorizado relato, y mucho más, sobre la impiadosa conducta que tuvo Antequera en el Paraguay.
En el capítulo I, del tomo V, el autor hace un racconto del tiempo previo a la llegada de Antequera; del gobernador anterior, Diego de los Reyes Balmaceda; de las falsas acusaciones y las intrigas que le hicieron para que lo destituyeran; luego hace una semblanza de Antequera, su viaje desde Lima, su aparatosa llegada a Asunción y cómo este usurpó el cargo de Gobernador; sus operaciones comerciales “desleales” y la persecución al exgobernador, a quien legalmente le correspondía el puesto hasta el fin de su mandato, y a todos los que se le oponían o eran afectos al exgobernador; también hace referencia a la camarilla secreta que había formado, con la cual manipulaba las asambleas en el Secular Cabildo, una especie de logia; También Antequera tenía un fiel cancerbero que no trepidaba en cumplir las órdenes de la manera más brutal: Pedro de las Llanas; otro que fue bien maquillado para la posteridad.
Luego de leer estas crónicas es inevitable hacer un paralelismo entre Antequera con cualquier actual presidente-democrático-dictador populista que con artimañas busca eternizarse en el cargo, no respeta la ley y no tiene piedad con los opositores, y una vez depuesto mantiene un apoyo popular a pesar de los graves cargos comprobados en su contra, una historia que se asemeja en mucho a ciertos políticos actuales.
También hay que tener en cuenta que su proceso duró varios años, culminando como sabemos en su ejecución en la plaza pública de Lima, junto a Juan de Mena, la mayor condena; es así que se puede inferir que el Tribunal que lo juzgó y sentenció debía de tener muy sólidas pruebas que acompañaron los gravísimos cargos, porque se trataba de una persona de la alta sociedad, de la nobleza, no se trataba de un “común”.
Paso a desarrollar las partes más destacadas de la obra mencionada, porque el capítulo es muy extenso; lo entrecomillado es textual y las mayúsculas y comentarios entre corchetes son míos. Una historia real, apasionante, digna de ser llevada a la pantalla grande, en forma de novela o miniserie, que, les aseguro, tiene mucho de actualidad; en esta historia se cumple lo que está escrito en el Eclesiastés: “No hay nada nuevo bajo el sol”.

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Nos cuenta Charlevoix: “Aguardábase hacía tiempo Gobernador en el Paraguay, cuando no sin alguna sorpresa se supo que el Rey había nombrado … a D. Diego de los Reyes [Balmaceda, 1717-1722, el cargo duraba cinco años]. Era este un caballero de Andalucía … y que se había establecido en la Asunción, donde ejercía el oficio de Alcalde Provincial. Era tenido por hombre de honor, y su carácter suave y pacífico hacía que fuese generalmente amado; estaba bien emparentado en el Paraguay … Pero muchas personas que se tenían por superiores a él por su nacimiento y por sus servicios, o que ocupaban cargos de más importancia, no pudieron llevar en paciencia el verlo subir tan alto de un golpe. … La oposición que no ignoraba se había querido hacer a su recepción, le hizo conocer que debía igualmente evitar el hacer sentir demasiado la autoridad de que se hallaba revestido a la nobleza y a todas las personas que tenían cargos, e igualmente el hacerse demasiado dependiente de ellas, con riesgo de degradarse. [Aquí se granjeó un enemigo directo, el Regidor José Ávalos, quien luego aliado con D. José de Urrunaga fueron los que conspiraron en su contra] (…) Creyó entonces [Diego] que no debía llevar más lejos la tolerancia y, no pudiendo dudar de que había una conjuración formada contra él, hizo prender a Ávalos y Urrunaga y los puso en manos de la Justicia. … Pero todavía no sabía el Gobernador lo que se tramaba contra él, y solo se enteró de ello cuando ya no le fue posible parar los golpes que sobre él se disponían a descargar. … le intentaron un proceso criminal en la Audiencia Real de los Charcas. Contenía seis capítulos de acusación a los que dieron tal apariencia y color, que no podía menos de causar impresión en aquel elevado Tribunal. [El Informe] ...lo hizo presentar por Tomás de Cárdenas … y habiéndolo leído la Audiencia no pareció al principio dispuesta a enviar a informar en la misma provincia, como se pedía. Pero Cárdenas intrigó con tanta destreza y representó tan vivamente el pretenso riesgo que había en diferir el remedio de LOS MALES EXTREMOS QUE AMENAZABAN A LA PROVINCIA DEL PARAGUAY, que logró hacer nombrar un Juez Pesquisidor que se transfiriese a la Asunción. Y el daño estuvo en que LA ELECCIÓN RECAYÓ EN EL ÚNICO MIEMBRO DE LA REAL AUDIENCIA QUE CONVENÍA QUE FUERA EXCLUIDO”.
Así se nombró al célebre D. José de Antequera y Castro, Caballero de la Orden de Alcántara, cuyo padre, después de haber sido Oidor de la Audiencia Real de Panamá, había sido nombrado Fiscal, esto es, Procurador General, de la de los Charcas.

Origen de José de Antequera
Pasando por Lima [su padre] para ir a La Plata [antiguo nombre de Charcas, que tuvo cuatro en total: Charcas, La Plata (1538-1776), Chuquisaca (1776-1825) y Sucre hasta la actualidad], dio a luz su esposa en Lima este hijo, al cual desde muy temprano hizo dar la mejor educación que puede recibir un joven … Hízole hacer a su vista los primeros estudios en el colegio de los Jesuitas de La Plata. Envióle luego a Lima, donde, después de haber estudiado filosofía en el colegio de la Compañía de Jesús, se dedicó al Derecho. Con mucho ingenio, memoria feliz e imaginación muy viva, no podía menos de hacer grandes progresos en todas las ciencias a las que le aplicaron. … Pero su padre, después de haber trabajado por perfeccionar en él los talentos de que le había dotado la Naturaleza NO TUVO TIEMPO EN FORMARLE EL CORAZÓN NI DE INSPIRARLE SUS VIRTUDES. Esperaba sin duda que, NO DEJÁNDOLE BIENES, no le sería difícil con un espíritu tan bien cultivado y con los ejemplos de las virtudes que le había dado, junto con la memoria de sus servicios, reparar las brechas que su desinterés había abierto en la fortuna de la familia”.
Entró efectivamente D. José en el mundo con todo cuanto se necesita para llegar a los más elevados puestos que pudiera pretender. Estaba dotado de gran facundia [facilidad de palabra]: era muy alta la opinión que se tenía de su saber, y sobre todo poseía en sumo grado el talento para insinuarse; mas por desdicha suya y del Estado, juntaba a tan bellas prendas UNA AMBICIÓN QUE NO CONOCÍA LÍMITES, UNA LOCA PASIÓN DE ENRIQUECERSE, UNA VANIDAD Y SEGURIDAD DE SÍ MISMO, que le hicieron caer en los mayores excesos a que puede dar lugar la más ciega presunción”.
“…el Rey le había honrado con el collar de la Orden de Alcántara. Mas, aunque tuviese renta considerable, aneja al cargo que ocupaba, sea porque no fuese pagada con exactitud, sea que no bastase para el gasto que hacía por carecer de patrimonio; parece que no se hallaba a la sazón muy desahogado (por su escasez de medios era llamado “El Caballero Pobre”), y que para ponerle en estado de asegurar su fortuna, le había enviado el Arzobispo de Lima y Virrey del Perú D. Diego Morcillo de Auñón, los despachos para suceder a D. Diego de los Reyes, CUANDO HUBIERA ACABADO SU TIEMPO DE GOBIERNO [o sea en 1722]”.
No tenía que esperar mucho, pues era costumbre entonces no dejar más de cinco años a los gobernadores… y luego que vio a la Audiencia Real determinada a enviar Juez Pesquisidor al Paraguay, solicitó esta comisión. … La Real Audiencia al otorgársela no atendió a la ley que no debía ignorar, que PROHIBÍA EXPRESAMENTE ENVIAR PARA INFORMAR CONTRA UN GOBERNADOR AL QUE LE HABÍA DE SUCEDER…”.

Su viaje y llegada al Paraguay
Sin perder un instante, se dispuso D. José de Antequera a emprender viaje a la Asunción. Luego que hubo recibido la comisión, que estaba fechada a 15 de enero de 1721, salió de La Plata. [Pasó primero por Santiago del Estero, luego por Santa Fe, de allí por tierra visitó Reducciones de camino] …llegó el último día de Junio al paraje en que el Tebicuarí forma la división de las provincias del Paraguay y Río de la Plata. Allí encontró al regidor D. José de Ávalos con algunos de sus amigos, quienes le informaron de que D. Diego de los Reyes estaba en las Reducciones del Paraná … y con tal ocasión el Regidor le dijo muchas cosas en contra de los Jesuitas”.
(…) Había dado D. José de Ávalos sus órdenes para hacer preparar al Juez Pesquisidor un gran banquete en una casa de campo que pertenecía a una señora parienta suya. Para hacer los honores del convite, había pasado a la granja esa misma señora; pero cuando llegó allá la comitiva, acababa de expirar de sobreparto; y fue preciso ir a buscar alojamiento a otra parte. Al día siguiente hizo don José su entrada en la ciudad al ruido de muchas salvas de artillería; pero le detuvo en medio de una calle la procesión fúnebre de la señora de que acabo de hablar; los aplausos de la multitud se vieron confundidos con el lúgubre sonido del doble de las campanas, y el pueblo, acostumbrado a sacar presagios de todo, discurrió mucho sobre estos dos contratiempos”.
Pero la conducta de Antequera y el modo como entró en la Catedral, obligaron a las personas cuerdas a hacer reflexiones que en ninguna manera le fueron favorables. … Penetró en la iglesia llevando todavía atado el sombrero con sus cordones, como lo había traído durante el viaje; y aunque le recibió el Deán a la cabeza del Cabildo con grandes muestras de respeto; pero PORQUE NO HALLÓ TAPIZ, NI RECLINATORIO, NI SILLÓN PREPARADOS PARA ÉL, SE ENCOLERIZÓ CONTRA AQUEL ECLESIÁSTICO, ... siendo tal su arrebato que escandalizó al pueblo, acostumbrado a ver tratar con más respeto aun por las personas de más alta categoría y principalmente en los lugares sagrados, a los ministros del Señor”.

A los pocos días de su llegada toma el poder
Pocos días después, se acercó a la ciudad una banda de Guaycurús, con intento de atraer a la guarnición a una emboscada que le habían preparado a la otra parte del río. Algunos de aquellos bárbaros fueron en seguida a pedir socorro contra los enemigos de su nación, que decían los perseguían. Era grosero el artificio, y sin embargo, cayeron los españoles en el lazo. Pasaron muchos de ellos el río para unirse a los Guaycurús; y como al paso que iban llegando, se iban apartando los bárbaros de la ribera, los más cuerdos empezaron a desconfiar; solo hubo nueve que se empeñaron en seguir adelante y cayeron en la emboscada, donde fueron muertos. Toda la ciudad fue testigo del trágico accidente. Antequera mismo lo vio con sus propios ojos, tiró el sombrero al suelo con despecho y dijo a los que estaban cerca de él QUE ÉL NO HABÍA IDO PARA HACER LA GUERRA A LOS INDIOS, y que a los Magistrados tocaba proveer a la seguridad de la ciudad y de la provincia”.
Quisieron, no obstante, los enemigos de D. Diego valerse de esta ocasión y de la ausencia del Gobernador para ofrecerle que le reconocerían por su General, y ACEPTÓ LA OFERTA. … y se hizo la proclamación sin que nadie osase oponerse. … los más mal intencionados contra D. Diego se aprovecharon de ello. Sin embargo este fue avisado de lo que se tramaba contra él, y partió al momento para la capital. Llegó demasiado tarde: ANTEQUERA ERA YA ALLÍ EL AMO, Y AL DÍA SIGUIENTE FUE DECLARADO SUSPENSO DE TODAS LAS FUNCIONES DE SU CARGO Y DESTERRADO A UNA ALDEA DE INDIOS A SEIS O SIETE LEGUAS DE LA CIUDAD, so pretexto de que la libertad de las informaciones exigía su alejamiento. [D. Diego] Pedía la justicia que los que se habían declarado demasiado manifiestamente contra él fueran también alejados; pero nada de esto se hizo. Más aun: celebraron indignamente su humillación…”.
En efecto, una vez dado el primer paso, YA NO SIGUIÓ ANTEQUERA REGLA ALGUNA. Diose a las informaciones el giro que se quiso, y se halló modo de hacerlas firmar por un número tan grande de personas, que la Real Audiencia, después de recibirlas, NO DUDÓ QUE FUESEN DE VOZ PÚBLICA, y muchos años adelante, consideraba todavía a D. Diego como a un criminal convicto de los más graves delitos y justamente depuesto. Sin embargo, no había sido ni oído ni careado; y a 14 de septiembre se juntó el Cabildo secular de la Asunción para dar la última mano a aquella OBRA DE INIQUIDAD CON EL JUICIO MÁS INFORME QUE SE HAYA VISTO NUNCA. … En vano quiso el Alcalde primero, D. Miguel de Torres, hacer valer la ley que prohíbe que un Juez Pesquisidor suceda al Gobernador contra el cual haya informado. Antequera mismo respondió que aquella ley no comprendía a los que como él tenían la honra de ser miembros de la Audiencia Real. Replicó Torres que la ley estaba clara, y era sin excepción; pero fue el único que tuvo este parecer. El Cabildo clamó que quien no reconociese al Señor D. José de Antequera y Castro por Gobernador legítimo de la provincia, sería tenido por traidor al Rey y a la patria; e inmediatamente envió Antequera a pedir a D. Diego su bastón de mando”.
[D. Diego] Respondió que no lo dejaría mientras no le mostrasen una orden del Virrey. El oficial le respondió que él no estaba encargado más que de ejecutar el mandato que había recibido del nuevo Gobernador, tomó el bastón por la fuerza, puso guardia a la casa en que estaba y le declaró que las guardas serían de costa suya. (…) Pero es cierto que se arriesgaban mucho los que tomaban su defensa [de D. Diego], y de ello tuvo triste experiencia el teniente D. José Delgado. Antequera, no sé con qué pretexto lo hizo meter en un calabozo, donde murió de miseria al cabo de dos años con grandes sentimientos de religión. En lo demás, estas violencias, bien así como los procesos contra D. Diego, se hacían con muy grandes formalidades y con tal apariencia de moderación, que engañaban a muchos. … Por su parte D. José de Ávalos había dado tal giro al proceso y todo él ESTABA ARREGLADO CON TAL ARTIFICIO, que no es de extrañar que tantas personas quedasen engañadas, y que NECESITASE DIEZ AÑOS LA AUDIENCIA REAL DE LIMA, QUE MÁS TARDE FUE ENCARGADA DE REVISAR TODO EL PROCESO, PARA DESHACER TODA AQUELLA TRAMA Y HACER SALIR DE SU LABERINTO LA INOCENCIA DE D. DIEGO DE LOS REYES”.
“…no viendo el nuevo Gobernador a nadie que se hallase en estado de intentar cosa contra su autoridad, pensó seriamente EN LLENAR SUS ARCAS; y como estaba muy resuelto a emplear en ello todos los medios que le facilitaba el puesto que ocupaba, EMPEZÓ HACIENDO BAJAR EL PRECIO DE LA YERBA DEL PARAGUAY, A FIN DE COMPRARLA BARATA Y DE ENVIARLA A VENDER AL PERÚ. Para esto PROHIBIÓ QUE SALIESE NI UNA ARROBA DE LA PROVINCIA SIN LICENCIA SUYA, sin exceptuar ni aun la que iba por cuenta del Rey; y no permitía sacarla SINO A LOS QUE LA COMPRABAN PARA ÉL. Otro tanto hizo con todos los artículos que tenían algún valor.
Este indigno monopolio del que ni se atrevían a quejarse, juntó los más notorios escándalos. ...”




Diego de los Reyes escapa de su prisión
Sufría, entretanto, D. Diego su cautiverio, y los malos tratamientos que se le añadían … hubo quien le avisó que trataban de hacérselo más duro. … habiéndose disfrazado de esclavo [D. Diego], pasó por en medio de ellas [los guardias] durante la noche, y no hubo andado mucho cuando ya encontró caballos que le aguardaban, y corrió sin detenerse hasta la primera reducción del Paraná; que se embarcó en seguida y se dirigió a Buenos Aires, resuelto a pasar a España para implorar allí la justicia del Rey.
Quedó desesperado Antequera cuando supo la evasión, … Algunos le dijeron que estaba en la Asunción en el convento de los PP de la Merced, e hizo rodear la casa de soldados; … pero pronto tuvo avisos ciertos de que se había encaminado a las Misiones del Paraná, e hizo salir con presteza un correo con orden de hacerse dar gente armada para prenderlo donde quiera que estuviese. … Para disipar su pesar, hizo vender en almoneda [subasta a bajo precio] todos los bienes del Gobernador [D. Diego], y después de haber tomado providencias seguras para que no alzasen demasiado los precios, COMPRÓ DEBAJO DE NOMBRES DE OTROS CUANTO HABÍA EN AQUELLOS BIENES QUE TUVIESE ALGÚN MÉRITO, Y AL PRECIO QUE QUISO”.
Confiscó luego los bienes de todas las personas que sabía que eran aún partidarias de D. Diego, sin respeto alguno a los privilegios que aseguraban a las mujeres sus dotes o contradotes. Para justificar estas violencias, INUNDARON SUS EMISARIOS LA PROVINCIA DE ESCRITOS, E HICIERON RESONAR EN LA CAPITAL CONVERSACIONES MUY INJURIOSAS AL GOBERNADOR”.
D. Diego intenta retornar a Asunción
“…Por su parte D. Diego supo al llegar a Buenos Aires noticias que le decidieron a renunciar a su viaje a España. Eran estas que el Arzobispo de Lima, Virrey del Perú, luego que había sido informado de la comisión dada a D. José de Antequera por la Audiencia de los Charcas, y de los primeros pasos del Juez Pesquisidor, había hecho despachar nuevas provisiones fechadas a 16 de febrero de 1722, que restablecían al Gobernador depuesto en su gobierno … declarando nula e ilegítima la toma de posesión del gobierno del Paraguay por D. José de Antequera y mandado que saliese cuanto antes de aquella provincia. Pocos días después recibió D. Diego la confirmación de estas noticias con haberle llegado las nuevas provisiones que le venían de parte del Virrey”.
El Virrey en carta de fecha 21 de marzo del mismo año, escribió a la Audiencia Real que extrañaba mucho que diese más fe a los informes y diligencias tramitadas por un hombre que había ENTRADO COMO INTRUSO EN EL GOBIERNO DE UNA PROVINCIA CONTRA TODAS LAS LEYES, instruyendo sin autoridad el proceso a un Gobernador, y osando deponerlo; que a las declaraciones de las personas más respetables, tales como el Ilmo. Obispo de Buenos Aires, los Superiores eclesiásticos y regulares, y los padres de la Compañía, que en esas provincias como en todas partes, se distinguen en todas ocasiones por su celo en favor de la Religión y del Estado…”.
“…Por otra parte D. Diego, recibidas sus nuevas provisiones, se persuadió con demasiada facilidad de que Antequera no osaría oponerse a las órdenes del Virrey, y emprendió nuevamente, sin deliberar, el camino de la Asunción. Pero debía haber reparado que su enemigo había ido demasiado adelante para retroceder, y que en rehusar abiertamente el obedecer, no tenía que temer más que lo que ya tenía merecido POR LOS EXCESOS A QUE SE HABÍA ARROJADO. Antequera, luego que tuvo conocimiento de lo contenido en los despachos del Virrey, empezó por esparcir entre la gente la idea de que debían ser supuestos. … convocó el Cabildo secular y presentó una carta que había recibido del Virrey en 1720; PERO SIN DECIR QUE ERA DE LA MISMA FECHA DEL DECRETO EN QUE LE NOMBRABA PARA EL GOBIERNO DEL PARAGUAY, el cual no debía tener valor hasta que don Diego de los Reyes hubiera terminado su período. … añadió que esta carta era posterior a los despachos de D. Diego: y en efecto, HABÍA CAMBIADO LA FECHA EN LA COPIA QUE PRODUJO. Ninguna dificultad halló en persuadir a personas cuya causa e intereses no podían separarse ya de los suyos y seguro de que le apoyarían, hizo que aquel mismo día saliese con urgencia el capitán Ramón de las Llanas, digno instrumento de todos sus furores, con 200 hombres para ir al encuentro a D. Diego, con orden de prenderlo”.
Volvió don Diego por el Uruguay, con una reducida comitiva, algunos criados e indios en tres carretas. Al llegar a Tabapy (antiguamente entre Carapeguá y Asunción), a 25 leguas de Asunción, tuvo noticias que lo querían detener, entonces volvió para atrás hasta la primera Reducción del Paraná. Apenas se retiró llegó De las Llanas con su tropa, pero a pesar que le dijeron que no estaba este no creyó e hizo “azotar a los indios que habían conducido las carretas, para obligarles a descubrir dónde estaba, y hasta hubo uno que recibió muchas heridas en la cabeza y a quien rompieron un brazo. … D. Agustín de los Reyes, hijo del Gobernador, que era diácono, y parece que había ido allá a esperar a su padre, y el P. José de Fris, dominico, que era el capellán de aquel lugar, fueron tratados indignamente. Las Llanas, después de haber colmado a este de injurias atroces, le hirió en la cabeza con la culata de la escopeta, lo amenazó con hacerlo ahorcar si no le abría la iglesia, donde creía que estaba D. Diego, y donde todo lo removió hasta el altar mayor”.
De las Llanas apresó al P. Fris y a D. Agustín, los puso en las carretas y le dijo a los indios que le siguiesen, volvió a Asunción con sus prisioneros; cuando estuvo cerca se enteró que “había sido D. José Cavallero Bazán, cura de Yaguarón, quien había avisado a D. Diego que le iban a prender, … lo llevó preso a la Asunción, donde Antequera le hizo hacer proceso por el Provisor del Obispado, quien le forzó a renunciar su curato”.
El Provisor era D. Alonso Delgadillo, canónigo de la Catedral, sucesor de D. Juan González Melgarejo, quien dimitió el cargo por “no poder ejercerlo libremente bajo el presente gobierno. Delgadillo, menos escrupuloso y totalmente afecto a Antequera, … Era de ánimo flexible y taimado, tal como lo necesitaba Antequera para violar libremente todas las inmunidades de la Iglesia. Esta es la idea que de él nos da el Obispo Coadjutor del Paraguay”.
De todas maneras D. Diego hizo copias de sus provisiones y las desparramó por Asunción para que se conociera que él era la autoridad, pero Antequera “hizo detener todas las cartas que se escribían en las otras provincias, o que de ellas se recibían, sin reparar que eso mismo era uno de los principales capítulos de la acusación que él había presentado contra el Gobernador…. Pero creía que a él todo le era permitido, por no haber nadie que se atreviese a contradecirle”.

Antequera “acosador sexual”
Claro que este cargo es muy moderno, no existía por aquel entonces, pero esta breve anécdota que nos cuenta Charlevoix sirve perfectamente para describir al personaje. Dice el autor:
Una señora de las más respetables de la ciudad, así por su calidad como por su virtud, se había interesado en favor de D. Diego, y no se había recatado de hacerlo públicamente. Arrebatóse Antequera contra ella hasta amenazar que la perdería; pero como era extraordinariamente hermosa, el resentimiento dio lugar pronto en su ánimo a otra pasión, de la que fue todavía menos dueño que lo había sido de la ira. Creyó sin duda haberla intimidado lo bastante para no hallar dificultad en su mal intento. Hizo que le hablase uno de sus confidentes, quien no le trajo por respuesta sino la negativa acompañada de grandes muestras de indignación. No tuvo reparo en prohibirla que saliese de su casa, alegando para justificar tal proceder, el interés que mostraba en la desgracia de D. Diego; pero todos estaban bien enterados de sus persecuciones … y el velo con que quiso cubrir la causa de su despecho no sirvió sino para hacer pública su infamia. Este suceso le dejó disgustado y le obligó a hacer reflexiones que todavía no había hecho sobre el papel que estaba desempeñando”.
Antequera, un hábil e inescrupuloso
manipulador político
Hizo una convocatoria a todo el Cabildo secular donde les comunicó las provisiones de D. Diego y entre otras cosas, en su largo discurso, “protestó que no había aceptado el gobierno sino por librar a la provincia del estado violento a que la tenía reducida su Gobernador. Declaró asimismo que no creía poder dejar de retirarse para cumplir las órdenes del Virrey, pero que no se creía menos obligado a tener el debido miramiento a tantas personas honradas y fieles servidores del Rey, que le habían concedido el honor de nombrarle por Gobernador, y a no abandonarlas sin su consentimiento a la ira de un hombre que les haría pagar muy caro lo que habían hecho contra él”.
Dos personas se le opusieron, el Alférez real D. Dionisio de Otazú y el Regidor D. Juan Cavallero de Añasco, dijeron que “nunca habían aprobado la conducta observada con don Diego, fueron de parecer que bajo ningún pretexto se podían dispensar de obedecer al Virrey”. Pero la mayoría, por sus propios intereses, concluyó en que “había que hacer fuertes representaciones al Virrey, Y OBLIGAR al Sr. D. José de Antequera y Castro a continuar gobernándoles”. Días más tarde fueron separados del ejercicio de sus cargos Otazú y Añasco.
En estas presentaciones vieron de “persuadir a S.E. de que el temor era bien fundado”; D. Diego fue pintado en ellos con los más negros colores. Y como algunos se negaron a firmarlos “fueron puestos en la cárcel con grillos en los pies, atados de dos en dos con una larga cadena, sin poder comunicar con nadie ni aun con los que les llevaban de comer, los cuales habían de hacerlo por una ventana”.
A pesar de todo, Antequera no estaba tranquilo, ya que pensaba que D. Diego, al frente de un ejército de indios, podía volver a tomar el poder, por el rumor que corrió “de que ya estaban ocho mil hombres poco más o menos prontos para marchar a sus órdenes”. Entonces buscó adelantarse y se dirigió “con mil hombres de las mejores tropas de la provincia; y llegado cerca del Tebicuarí, escribió a los neófitos cartas por las que les prohibía con las más terribles amenazas que saliesen de sus pueblos”.
Entonces fue también cuando empezó a no contenerse ya con respecto a los Jesuitas, que sabía bien que no aprobaban su conducta, … Viéndole aquellos religiosos acampado al otro lado del Tebicuarí, donde daba a sus soldados toda clase de licencia, recelaban mucho no pasara el río, y llegando con sus tropas a las Reducciones y causando en ellas los mismos desórdenes, se produjese por la necesidad de la justa defensa una guerra civil cuyas consecuencias no podían dejar de ser funestas. Escribiéronle en consecuencia una carta muy cortés, rogándole que previniese aquella calamidad. Dirigióles inmediatamente una respuesta llena de invectivas contra ellos y contra D. Diego; pero les prometió que no pasaría adelante, aunque declarando que si ellos o sus indios rehusaban obedecer a la menor de sus órdenes, iría a enseñarles que nadie se oponía impúnemente a su voluntad”.
Volvió Antequera a la ciudad, no sin antes reunir a los Corregidores, Alcaldes y oficiales de las cuatro reducciones cercanas. “Condujéronlos a su campo los PP. Francisco de Robles y Antonio de Ribera, y le aseguraron que no se haría movimiento alguno en los pueblos sin expresa orden del Rey o de los Tribunales superiores. … Habíale acompañado en este viaje D. José de Ávalos, y apenas se habían puesto en marcha para regresar a la Asunción, cuando se sintió herido de una apoplegía, que en dos días se lo llevó, … Los que menos lo sintieron fueron los cómplices de sus desafueros; porque además de que los lazos que forma el crimen no pueden producir amistad sincera, todos estaban o celosos de su privanza, o molestados de que abusase de ella para mandarles despóticamente. … Los Jesuitas, en particular, tuvieron algún motivo de dolerse de su muerte, porque por ella quedaba Urrunaga, hombre que los aborrecía de muerte, a la cabeza del consejo secreto de un partido de quien bien veían cuánto tenían que temer”.
Aquella camarilla secreta resolvió la destrucción de los Jesuitas, era la encargada de hacer informes en su contra. Aunque Antequera también se ocupaba de lo que más le interesaba: “enriquecerse y de saciar la infame pasión que LE HACÍA EL TERROR DE TODAS LAS MUJERES HONRADAS DE LA CIUDAD. No estaban seguras de sus persecuciones ni aun en las iglesias, ni al pie de los altares, y escondía tan poco su libertinaje, que cuando se hallaba en las juntas en que había señoras, no disimulaba en decir a las que mejor le parecía cosas que hubieran hecho avergonzar a las menos honestas, sin reflexionar que esto solo bastaba para enajenarle los ánimos de las mejores familias de la Provincia”.

Antequera “Rey del Paraguay”
Las órdenes del Virrey no llegaban a la Asunción, él estaba resuelto a mantenerse en el gobierno a pesar de ellas, y “de todos los despachos que vinieran de Lima”. Este comportamiento dio lugar a lo que más tarde se dijo: “que nada menos intentaba hacerse Rey del Paraguay. Hasta tomó el partido de no tener ninguna comunicación con la Real Audiencia de los Charcas, de la que conoció que ya no podía esperar ninguna protección”.
Las órdenes del Virrey eran que D. Diego debía ser repuesto en el cargo, además que se le debían devolver los bienes confiscados, que Antequera debía comparecer ante su Tribunal, sin pasar por La Plata, llevando todos los documentos que había hecho publicar, los que desde ese momento eran declarados nulos. Para el cumplimiento de esto el Virrey envió a D. Baltasar García Ros, Teniente del Rey del Río de la Plata, que fue Gobernador del Paraguay. D. Baltasar para el cumplimiento de su misión estaba autorizado a que le diesen gente armada, a fin de que Antequera y sus cómplices no pretextasen negarse a obedecer, además el que ejecutase las órdenes del Virrey quedaba como Gobernador hasta que se hubiese restablecido la tranquilidad, despacho fechado el 8 de junio.
...pero Antequera alcanzó todavía a persuadir a la mayor parte de los habitantes de aquella ciudad de que lo mismo sería para ellos tenerlo a él por Comandante, que a D. Diego por Gobernador, porque eran amigos íntimos, y por otra parte nada tenían que esperar del primero y todo lo podían temer del segundo. Tomóse, pues, el partido de no recibir al uno ni al otro, ni a nadie, quienquiera que fuese que viniera de parte del Virrey”.
D. Diego envió a su hijo Agustín con sus despachos aconsejándole que tomara el recaudo de manera que “Antequera no pudiese negar que le habían sido notificados”. Fue así que el 30 de julio, en medio de un torneo que celebraban los jesuitas del Colegio de la Asunción, en las vísperas de San Ignacio y a la cual Antequera concurrió, Agustín se acercó a él acompañado de dos religiosos, “le mostró los despachos del Virrey en favor de su padre y le pidió una junta en la casa de Cabildo para presentárselos”. Antequera se encolerizó y los encerró “en la sacristía de la catedral y los retuvo allí tres días”. Estos despachos del Virrey aumentaron su ira “y descargó ahora su cólera en D. Francisco de Arce, que era uno de los sustitutos de don Baltasar García Ros. Confiscóle todos los bienes, le hizo conducir a un castillo y allí le tuvo preso mientras fue dueño de la provincia. Pero su mayor pasión, era la de tener en su poder a D. Diego, y parecía muy resuelto si lo lograba, a darle muerte”.
D. Diego se trasladó a Corrientes para publicar sus nuevas provisiones y además porque esta ciudad estaba bajo el gobierno del Río de la Plata. Pero Antequera se enteró que estaba allí, entonces mandó a su fiel Ramón de las Llanas, con dos barcas de soldados, con la orden de apresarlo. Cuando De las Llanas llega a esta ciudad, astutamente dice que tenía despachos para entregar a D. Diego, y así fue conducido a su casa. En la noche del 28 de agosto, 30 hombres armados que le seguían de cerca, “a favor de las tinieblas penetraron hasta el aposento donde conversaba De las Llanas con D. Diego, le arrebataron sin resistencia, tomaron todos sus papeles, lo embarcaron en traje de casa como estaba, y haciendo fuerza de remos, llegaron en breve tiempo a la Asunción”. Antequera lo encerró en un calabozo atado con una cadena y le puso por guardia a De las Llanas, “quien permitía a los guardas que le hicieran los ultrajes que quisiesen”.
Se conoció en Buenos Aires el hecho y el Cabildo de Corrientes no aguardó las órdenes del Gobernador de la provincia, envió a Asunción a uno de sus miembros para intimar a Antequera que repusiese a D. Diego, pero ese diputado resultó ser partidario secreto de los enemigos del prisionero y no cumplió bien su misión. Pero Antequera respondió a la carta del Cabildo correntino una altanera y soberbia respuesta, que le fue enviada al Virrey con el sumario del rapto de D. Diego.
Mientras tanto esperaban en Asunción respuestas de la Real Audiencia que no llegaban. Pero apenas supo de lo sucedido D. Baltasar se dirigió al Paraguay; desde Corrientes le envió una carta al Cabildo y otras a Antequera, Alcaldes y Regidores, para darles aviso de su comisión, pero Antequera le avisó a sus seguidores que no era seguro recibirlo, pero para que no se le acuse de desobediencia al Virrey exigió se deliberase en un Cabildo Abierto; mientras en su “camarilla secreta”, al estilo masón, hizo los arreglos. La junta se convocó para el 13 de diciembre, abrió la sesión Antequera con “un discurso bien estudiado”, luego por pedido de D. Antonio Ruiz de Arellano, el primer Alcalde, se retiró, algo que habían acordado de antemano en la mencionada reunión secreta.
Uno solo de los reunidos no era afecto a Antequera, el Alférez D. Dionisio de Otazú, quien dijo que no se podía desobedecer al Virrey, el resto opinó “que no se reconociese otro Gobernador ni comandante alguno más que el que estaba en ejercicio”. Luego que todos hablaron le pidieron a Antequera que entre; este, en una teatral escena, al entrar arrojó el bastón de mando en medio de la sala, pero los cabildantes le “suplicaron que lo volviese a tomar y continuase gobernando la provincia hasta que el Virrey le hubiese nombrado un sucesor tal como habían deliberado pedírselo”.
Luego le respondieron a D. Baltasar, que esperaba en Corrientes, que “era imposible recibirle sin exponerse a las mayores calamidades”, y le rogaban que difiriese su entrada en la provincia, igualmente le escribió Antequera, cartas fechadas el 26 de diciembre de 1723.
Estas cartas las recibió D. Baltasar a poco de pasar el río Tebicuarí y les respondió que iba él mismo a Asunción a explicar las órdenes del Virrey. Pero en carta del 3 de enero de 1724, volvieron a enviarle escritos con las resoluciones del Cabildo y una intimación a nombre de Antequera para que saliese de la provincia, esta misión fue realizada por el capitán Gonzalo Ferreira al frente de cien hombres bien armados; es así que D. Baltasar tomó la resolución de regresar a Buenos Aires; pero en previsión que los rebeldes, así ya estaban catalogados, Antequera y su gobierno, quisieran adueñarse de las Reducciones del Paraná, se dirigió a ellas y propuso reforzarlas, pero el P. la Roca le explicó que “el menor preparativo de guerra que se viese hacer a los neófitos serviría de pretexto a D. José de Antequera para efectuar la amenaza que había hecho de arrojar a los Jesuitas de su colegio y entregarlos a los Guaicurús, si sus indios tomaban las armas contra él”.
En ese tiempo sucedió que los portugueses amenazaban el puerto de Montevideo, que reclamaban por el Tratado de Utrecht, algo que Madrid no reconocía, en consecuencia ordenó al Gobernador del Río de la Plata la fortificación de Montevideo. Antequera juzgó favorable la ocasión para deshacerse de todos aquellos de quienes desconfiaba, formó un ejército considerable que partió para Buenos Aires mientras se jactaba publicando que “todavía le quedaban cinco mil hombres de buenas tropas, muy dispuestos a mantenerlo en su gobierno y que hallaría más para hacerse dueño de las Reducciones del Paraná cuando lo quisiese”, empresa que al final no resultó ya que los portugueses retrocedieron al conocer los preparativos de los indios, se ve que estos aún tenían fresco el recuerdo de Mbororé.
Es así que en Asunción, con la esperanza de tener parte en el repartimiento que se iba a hacer de indios, traía cada día nuevos partidarios a Antequera, no teniendo reparo inclusive personas eclesiásticas y religiosos en hacer la corte al usurpador, “denigrando la conducta de los misioneros”.
D. Baltasar llegó a la Reducción de los Reyes (Yapeyú) a mediados de agosto, desde allí pidió al P. Tomás de Rosa dos mil indios, para que el 1° de agosto lo esperasen en el paso del Tebicuarí, con armas, municiones y provisiones para dos meses, también envió una orden al Teniente del Rey, de Corrientes, don Jerónimo Fernández, para que le tuviese 200 españoles prontos a marchar, y medio centenar más que consiguió de Villarrica del Espíritu Santo; también muchos españoles se le unieron, vecinos de Asunción, que “habían salido secretamente para sustraerse a las violencias de los jefes de la rebelión”.
El 5 de agosto cruzó el Tebicuarí, sin la oposición de Ramón de las Llanas, “que estaba en el lado opuesto con 200 hombres”; pero “envió a intimar a D. Baltasar en nombre de Antequera, … que saliese de la provincia del Paraguay”, que aquel ignoró, a lo que envió noticia a Asunción. El día 7 llegó la noticia, entonces Antequera “hizo disparar un cañonazo para juntar las tropas. Mas como vio que los moradores no se apresuraban demasiado a tomar las armas, HIZO CORRER EL RUMOR DE QUE ÉL TENÍA UNA CARTA DE D. BALTASAR EN LA QUE LE AMENAZABA, SI HACÍAN LA MÁS LEVE RESISTENCIA, CON REDUCIR A CENIZAS LA ASUNCIÓN, PASAR A TODOS LOS HABITANTES AL FILO DE LA ESPADA Y ENTREGAR SUS MUJERES E HIJOS A LOS INDIOS DE LAS REDUCCIONES, … este artificio … le salió bien. … En cuanto a lo que agregaba de los Jesuitas, tenía ulteriores intentos. ERA NECESARIO HACERLOS ODIOSOS PARA ASEGURAR EL ÉXITO DE UN PROYECTO QUE HACÍA MUCHO TIEMPO LE ANDABA POR LA CABEZA…”.
Antequera logró el apoyo de los vecinos, inclusive de aquellos que hasta ese momento no habían tomado partido suyo, así se creyó bastante fuerte para resistir las fuerzas de D. Baltasar. Se fijó el día para salir junto con un nuevo edicto que decía: “Según la resolución de los Regidores, Alcaldez y todo el Cabildo secular, se daba orden a los Jesuitas de salir de la ciudad en el término de tres horas”. Algunos, querían echar “abajo a cañonazos la iglesia y el colegio de los Padres, si no salían al momento”, pero Antequera no aprobó esto.
En la plaza se formó la tropa, la intimación a los Jesuitas había sido dada, el Vicario general y cura de la Catedral, D. Antonio González de Guzmán, fue a tomar el Santísimo Sacramento en la iglesia del Colegio y lo llevó a la Catedral, “acompañándole todos los jesuitas de dos en dos con velas en las manos”. Cuando volvieron al Colegio les llegó la tercera intimación con la siguiente amenaza: “Si diferían más el retirarse, de sepultarlos a todos bajo las ruinas del edificio”. Así salieron sin llevar más que el Crucifijo y el Breviario, atravesaron la ciudad en medio de una multitud de gente que acudió a ver el espectáculo, “entre las que tuvieron el consuelo de ver a LA MAYOR PARTE que atestiguaban con lágrimas y suspiros el sincero pesar que les causaba su partida”. De allí fueron a una granja en la que permanecieron dos días y luego por distintos caminos a las Reducciones del Paraná. De todo esto fue informado luego el Virrey; también hubo arrepentidos, algunos Regidores que habían firmado el auto de extrañamiento de los Jesuitas se retractaron, pidiendo perdón a los religiosos, alegando “la necesidad en que se habían visto de obrar contra su conciencia y contra sus propios sentimientos, por temor de verse enteramente arruinados, como les hubiera sucedido negándose a lo que se les exigía”.
Mientras tanto Antequera marchó a la frontera con sus tropas, un ejército de unos tres mil hombres, compuesto de indios, mestizos, mulatos y negros; pero antes dejó a un comandante interino, el sargento mayor D. Sebastián de Arellano, Juan de Mena era el alguacil mayor, hombres de su entera confianza, con la orden “de que hiciese ahorcar públicamente sobre un caballo a D. Diego de los Reyes, si se sabía que el Ejército de D. Baltasar le había derrotado, Y NO DEJASE VIVO A NINGUNO DE SUS PARIENTES”. También Antequera tuvo un Plan B, “se había asegurado las espaldas tomando oportunas providencias para huir a La Plata o al Brasil”.
Su ejército era para la época realmente numeroso, además todos los españoles en edad de llevar armas tenían orden de ir con él, “so pena de confiscación de sus bienes y de castigo corporal como traidores a la patria”, aun así no fueron todos.
Luego de reunida su tropa las arengó con discurso que no era “otra cosa que una declamación contra D. Baltasar, contra los Jesuitas y contra sus indios”. Y les prometió a los españoles, los comuneros, distribuirles una vez terminada la guerra “cuanto hallase en el Colegio… todo el botín que se tomase en el campo enemigo y en las Reducciones del Paraná, … y los indios serían repartidos a los oficiales y a las principales familias de Asunción”; al término de su discurso “resonó el aire con aclamaciones y elogios”.
Como la tropa de Antequera no era disciplinada y este a su vez tampoco la imponía, “hicieron por todas partes destrozos y cometieron desórdenes que serían difíciles de creer”.
Llegó Antequera frente al campo de D. Baltasar, quien le envió un emisario para que se notificase de sus despachos y las órdenes del Virrey, pero Antequera lo arrestó y no permitió que le presentara los documentos; luego hizo disparar un tiro de cañón de advertencia, igual le respondió D. Baltasar; pero como este estaba mejor posicionado que las tropas rebeldes retrocedió una legua, donde se fortificó mejor. Y tuvo la idea de asesinar a D. Baltasar, para este servicio se le ofreció “un caballero, si le daba un buen caballo para escaparse después de cometido su hecho, y Antequera le tomó la palabra”.
Cuando el sicario, no encuentro otra palabra, llegó al campo enemigo, dijo “que iba a rendírsele y agregó que tenía cosas importantes que comunicarle”; lo dejaron pasar, llegó a la tienda del General y dejó su caballo de manera que pudiese montar apenas ejecutado su crimen “y eso es lo que lo hizo fracasar”. Un soldado entró en sospecha al ver que entraba en la tienda un desconocido y que dejaba su caballo enfrenado a la puerta; entonces le cambió el caballo. Luego de unos instantes de conversación el asesino fue a verificar si su caballo aún estaba, pero como vio el cambio, este no tenía silla ni brida, “se retiró sin hacer ruido y desapareció”. A Don Baltasar le contaron el hecho, pero no creyó y hasta “no se persuadió de la falsedad de la confidencia que le había hecho aquel pretenso desertor”.
Mientras D. Baltasar continuaba esperando los soldados españoles que había pedido a Corrientes, hasta ese momento contaba con unos pocos y cerca de dos mil indios; que mientras estaba tranquilo solían abandonar sus puestos e iban al río a bañarse; así salieron al campo en pequeños grupos, inclusive tuvieron curiosidad y se acercaron al bando enemigo. Antequera, con mucha astucia, prohibió que se les persiga; “y algunos se atrevieron a entrar en el campo [enemigo]. Lleváronlos al general [Antequera] y los trató como amigos. … quería atraer mayor número y he aquí lo que ideó para lograrlo”.
Empezó diciéndoles que él era por lo menos tan buen servidor del Rey su amo, como los que a él le hacían la guerra, y para convencerles les hizo reparar que el 25 de aquel mes, día del nacimiento de S.M. y en que se celebra la fiesta de San Luis, … se preparaba él a hacer su campo grandes regocijos y los convidó a que ellos hicieron otro tanto, dándoles un plan que ellos se marcharon muy resueltos a ejecutar”. Llegado el día se acercaron a su campo, a ver “la fiesta”, Antequera los dejó llegar y cuando los vio demasiado alejados de su base se les adelantó a la cabeza de un cuerpo de caballería, al trote, “tomaron los indios aquella marcha como el principio de la fiesta… y continuaron ellos también caminando; pero cuando menos se lo pensaron se arrojó sobre ellos aquella caballería sable en mano. A pesar de la sorpresa, no dejaron algunos de hacer alguna resistencia y otros corrieron a su campo a dar aviso… Montó D. Baltasar con todos los que pudo juntar y quiso primero ordenar los indios detrás de las trincheras, pero ya no era posible. Encaró hacia los enemigos, gritando ¡Viva el Rey!, y creyó que su presencia con las órdenes del Virrey en la mano harían impresión en los españoles, de quien había sido muy querido … pero fueron arrastrados por el mayor número y todos se arrojaron con furia sobre los indios de los que se hizo una gran matanza”. Le aconsejaron a D. Baltasar que escapase, lo que hizo “con tanta precipitación que nada pudo llevar consigo, ni sus papeles”. Se fue luego a la reducción de San Ignacio y de allí a Corrientes y luego Buenos Aires. El balance de aquella jornada fue de un lado 300 indios y dos españoles muertos; de los rebeldes 25 muertos, entre ellos dos españoles.
Mientras la tropa de Antequera en los días siguientes se dedicó a cazar a los indios que se habían escondido en los bosques, “y cuantos descubrieron fueron asesinados”. “Pero solo mulatos y otras gentes de esta calidad fueron los que se dejaron arrastrar a tales actos de inhumanidad. Los españoles no pensaban más que en hacer prisioneros”; entre estos quedaron dos jesuitas que habían acompañado a sus neófitos: Policarpo Dufo y Antonio de Ribera el primero de 77 años, y el segundo vivió muchos años y habló en muchas ocasiones de Antequera.
En el camino hubo un suceso extraordinario: pasaron por una capilla dedicada a la Santísima Virgen; y uno de los guardias, aparentando que la quería saludar con un mosquetazo, apuntó al padre Dufo; sus camaradas “lo detuvieron y entonces él, levantando el mosquete, dijo: ‘Voy a disparar este tiro en honor de la Madre de Dios, ya que no habéis querido que fuera para ese viejo jesuita a quien yo lo tenía destinado’. Pero el mosquete se le reventó en la mano, en la cual entró la gangrena y de ella murió pocos días después”.
Llegaron a Asunción 150 indios prisioneros, los dejaron semidesnudos y casi sin darles de comer, “de manera que todos hubieran muerto de miseria si algunas pobres mujeres no les hubieran socorrido a escondidas”. Luego fueron dados de esclavos a los que habían mostrado más celo en la causa; y “se puede creer bien que sus amos los trataron con tanto menos atenciones, cuanto podían calcular que no los tendrían mucho tiempo, de modo que murieron gran número de ellos”.
Mientras tanto Antequera en el reparto del botín se quedó con los libros de los Jesuitas y todo cuanto perteneció a Don Baltasar, entre los papeles una carta del Padre Restivo a D. Baltasar, que leyó, y “quedó sorprendido de no ver en ella más que exhortaciones a la paz, y a que prefiriese el camino de la blandura y conciliación al de rigor y fuerza”; luego dijo a los presentes: “Nos hemos precipitado en echar a estos religiosos de su colegio”; otro de los papeles era una orden del nuevo Virrey para que le llevasen prisionero a Lima, que desapareció.
A pesar de esto, Antequera estaba resuelto a mantenerse en el gobierno, “sucediera lo que sucediese”, que “su intento era apoderarse de las cuatro Reducciones más cercanas del Paraná y echar de ellas los habitantes por haber osado tomar las armas contra él”. A esto se le opuso al maestre de campo Sebastián Fernández de Montiel y otros, pero como la mayor parte tenía a su favor, continuó con su idea. Pero a fin de aparentar que no hacía nada que no era requerido por el Cabildo hizo que le presenten un exhorto en nombre de la provincia, donde le pedía que fuese “a las Reducciones y sujetase sus habitantes AL SERVICIO DE LOS PARTICULARES que merecieran ser recompensados con encomiendas y al servicio público”. Esto lo declararon luego bajo juramento don Juan Cavallero de Añasco y el Notario real, “que habían escrito el exhorto por orden de Antequera”.
Su meta era echar a los Jesuitas de las Misiones, QUITAR LAS ARMAS A LOS INDIOS, a pesar que los Tribunales superiores “juzgaban entonces más necesario que nunca las siguieran usando, atenta la situación en que se hallaba la provincia del Paraguay”.
Cuando los indios se enteraron de su marcha contra las Reducciones se dispersaron, “parte en los bosques y montañas; y la dispersión se hizo tan precipitadamente, que muchos perecieron de fatiga, y hubo mujeres en cinta a quienes la miseria y el espanto hicieron abortar en el camino”.
Cuanto Antequera llegó a Santa María de Fe, con Ramón de las Llanas, hicieron prisionero al maestre de campo llamado Teodosio de Villalba, cuando este iba a juntarse con D. Baltasar. “El cruel Ramón le hizo expiar aquel pretenso crimen [la fidelidad a D. Baltasar] de la manera más bárbara. Túvole toda una noche atado por los pies a un palo: le hizo los más sangrientos ultrajes y reconvenciones, que soportó Villalba con paciencia verdaderamente cristiana; nególe un confesor que pedía con insistencia, diciéndole que hiciese un acto de contricción y se confesase a Dios; ni aun le quiso dejar libertad de declarar por escrito para descargo de su conciencia algunas deudas que había contraído y se apresuró a hacerle arcabucear. … Antequera recibió con algún pesar la noticia de su muerte… y no quiso que se supiese que él lo había condenado, pero no se dudó de ello, cuando se vio que no había hecho reconvención alguna a De las Llanas”.
Luego pasó a la reducción de Santa Rosa, ahí lo recibió el padre Francisco de Robles, y lo primero que le dijo fue “que quería que sus neófitos pagasen todos los gastos de la guerra en que habían tenido la temeridad de empeñarse”. A lo que el padre le respondió “que no se opondría, pero que era menester que los hubiese condenado a ello un juez nombrado por S.M., de quien eran vasallos y tributarios”; además, para que vuelvan tienen que tener “seguridades de que no serían molestados”. Y textualmente le dijo: “Porque, Señor, ¿cómo quiere V.S. que indios a quienes el trabajo de sus manos apenas suministran lo necesario para vivir y para pagar su tributo hallen además para pagar lo que de ellos se pide, mientras que el temor de las armas de V.S. los tiene alejados de sus casas e imposibilitados de cultivar sus tierras?”.
Esta respuesta, que no esperaba, lo “turbó”, luego dijo que “les daría tiempo para satisfacer lo que pedía”, y tomó la determinación de regresar a Asunción, algo que los asombró; pero al día siguiente se enteraron el motivo, “le habían avisado en secreto que estaban en marcha cinco mil indios para ir a socorrer a sus hermanos. … que los habían mandado llamar D. Baltasar y que ya no estaban más que a doce leguas de Santa Rosa”. Antequera calculó que la diferencia de fuerzas en su contra era enorme, lo que no sabía era “que los misioneros que los acompañaban y que no le creían tan cercano, les habían hecho volver atrás”.
Los soldados de Antequera hasta ese momento no habían cometido grandes tropelías, pero cuando vieron que iban a volver con las manos vacías “desahogaron su despecho en las habitaciones de campaña; y por todos los lugares donde pasaron dejaron rastros de que se resintieron por lago tiempo las Reducciones, sobre todo por lo perdido en caballos y ganado que que pacía en las praderas”, que pertenecían a las reducciones.

El regreso a Asunción de Antequera
Al volver a Asunción encontró todo preparado para hacerle una recepción digna de un vencedor. Se habían erigido en todas las calles por donde iba a pasar arcos de triunfo, adornados de trofeos, “en los que se veían las banderas tomadas en la jornada del Tebicuarí”. Pero lo que más causó indignación en muchos, sobre todo en aquellos que mantenían respeto a su Soberano, “fue ver un soldado que iba primero, llevando una bandera en que iban las armas reales, y que parecía complacerse en arrastrarla por el lodo”. Y Antequera, “después de haber paseado triunfador a caballo por la mayor parte de la ciudad, saboreando las aclamaciones de un populacho cegado y seducido, se encaminó a la Catedral donde entró al son de todas las campanas, e hizo dar gracias a Dios de una victoria de que debía haberse avergonzado… e hizo exponer las banderas que eran testimonio de su rebelión”.
Al día siguiente hizo oficiar una misa por los que habían muerto combatiendo; y más adelante envió a “prender a las mujeres e hijas de los habitantes de la Villa que habían seguido a D. Baltasar, y las hizo encerrar en un castillo, de donde no salieron sino después de reiteradas instancias del Obispo Coadjutor”.
Muchas mentiras se publicaban diariamente contra los jesuitas y los indios de las reducciones, y hay una en especial que destaca el autor. Dice: “Poco después de su llegada a la Asunción, la mujer de D. Alonso González de Guzmán se le presentó en traje de luto y muy afligida, y se echó a sus pies, suplicándole que obligase a los Jesuitas a indemnizarla por la pérdida de su marido, asesinado, decía, por los indios de la reducción de Santa María de Fe, cuando pasaba por aquel pueblo para llevar a su Señoría Ilustrísima unos despachos de su cuñado, que era Vicario general y provisor de la diócesis. Añadió que los misioneros habían escondido el cadáver, pero que acababa de ser descubierto por unos españoles y que otros habían reconocido en una estancia que pertenecía a aquellos padres el caballo en que había partido el difunto de la Asunción. … Pero en el tiempo en que más valida andaba esta fábula, se experimentó la gran sorpresa de ver llegar a Guzmán lleno de salud, y no fue mejor la suya al hallar a su mujer vestida de luto”.
Mientras tanto en Lima el nuevo Virrey, su asunto principal era restablecer “el orden y subordinación en la provincia del Paraguay”. La orden dada a D. Bruno Mauricio de Zavala era que él debía encaminarse en persona a la Asunción con las fuerzas necesarias para reducir a los rebeldes y le enviase a buen recaudo a don José de Antequera; quien de todo esto fue enterado por el mismo de Zavala, además que tenía licencia de S.E. de perdonar cuantos “se redujesen a su deber”. Estas promesas del Virrey hicieron su efecto en algunos de los más culpables, mediante las palabras del Obispo; es así que los dos Regidores, D. Antonio Ruiz de Arellano y D. José de Urrunaga, los más culpables de la rebelión, “prometieron completa obediencia a las órdenes del Virrey, cualquiera que fuese la resolución que tomase Antequera, e hicieron esta promesa de rodillas en el suelo, a los pies del Obispo, quien los levantó, los abrazó … y les dio cuantas seguridades del perdón pudieran apetecer”. Todo esto le causó “gran pesar a Antequera”; temía ser abandonado de todos.
Pero este buscaba persuadir a sus seguidores a que no se separasen de él, porque nunca “les perdonaría D. Bruno el haber arrebatado a D. Diego de una ciudad de su gobierno, así como el haber echado de la Asunción a los Jesuitas … y que hacían muy mal en fiarse de las promesas del Obispo”, pero no lograba convencer a todos. Luego convocó a un Cabildo Abierto, pero esta vez los Regidores, D. Martín de Chavarri y D. Juan Cavallero de Añasco, sostenidos por sus excompañeros, Arellano y Urrunaga, se opusieron. Es así que Antequera buscó apoyo en los militares, que encabezaba Ramón de las Llanas, pero los Regidores mencionados se les adelantaron a hablar con estos y “no hubo un oficial que se atreviese a declararse” en su favor.
Un último intento fue inventar un rumor para alarmar a la gente, “que dos ejércitos de Guaranís y Charrúas, guiados por los Jesuitas, se preparaban a hacer irrupción en la provincia”, que prendió en el primer momento pero pronto se desestimó, por algunas partidas que se enviaron a observar que volvieron sin haber visto nada.
Antequera iba perdiendo poder, pero aun así su habilidad política se mantenía, logró que en las elecciones de Alcalde de 1725 eligieran a Ramón de las Llanas y Joaquín Ortiz de Zárate, sus hombres de más confianza.

Antequera, experto en fabricar noticias falsas
D. Bruno Zavala salió de Buenos Aires a principios de 1725, con cincuenta soldados, que luego fue incrementando, además de tener a su disposición cerca de 6.000 indios. Cuando Antequera tuvo noticia de la llegada a Corrientes, con los nuevos alcaldes logró persuadir a muchos que “D. Bruno miraba a todos los habitantes de la Asunción como a otros tantos rebeldes, … y no aguardaba para entrar en la provincia sino la llegada de muchas barcas llenas de armas y municiones … además indujo al Cabildo a dirigir al Obispo una súplica para que persuadiese al Gobernador del Río de la Plata que no entrase a mano armada en la provincia”. Este prometió al Alcalde, que era De las Llanas, emplear sus buenos oficios para que D. Bruno no entrase en la ciudad sino con su sola guardia, pero con las seguridades que le habían dado de obedecerle. D. Bruno respondió a esto que no creía necesitar de ejército para entrar, pero que “sería contra la decencia que le obligasen a despedir el destacamento que le acompañaba desde Buenos Aires...”.
Aunque Antequera continuaba inventando rumores o fábulas, pero esta vez eran supuestas noticias que le iban llegando día a día, desde Santa Fe con pretendidos correos. Pero llegó una carta de D. Bruno, fechada en 1° de marzo, que acabó de “poner en evidencia la falsedad de los rumores que se esparcían y de quitar a Antequera el poco crédito que le quedaba.
La fuga de Antequera
Cuando vio que ya no tenía más respaldo, no pensó “más que en ponerse en paraje seguro”. Hizo equipar tres lanchas con unos cuarenta soldados bien armados; le acompañaron el Alguacil Mayor, Juan de Mena, y el Maestre de campo, Montiel. Hizo antes una notificación al Cabildo, declarando que “dejando entrar a don Bruno Mauricio de Zavala en la provincia y recibiendo [reconociendo] de él Gobernador, incurrirían en toda la pena de la multa señalada en aquel auto; amenazó también con el peso de toda su indignación a todos los que se negasen a reconocerle a él por Gobernador”.
Les dejó instrucciones a los dos Alcaldes, para que le cerraran a D. Bruno la entrada y si no era posible de “suscitarle tantos obstáculos a cuanto quisiera hacer, que se viese forzado a regresar sin haber ejecutado su comisión”. Partió el 5 de marzo, con mucha gente que había acudido para verle partir, a los que les aseguró “que no tardaría en verle triunfante de todos sus enemigos, y restablecido con honor en su gobierno por el Virrey”.
D. Bruno entró en Asunción el 20 de abril, no pudo el mismo día liberar de la prisión a D. Diego de los Reyes, de modo de “evitar algún alboroto de parte de los que más fuertemente se habían declarado contra aquel”. El 2 de mayo notificó sus despachos al Cabildo, declaró la elección que había hecho de don Martín de Barúa para gobernar hasta que el Rey dispusiera el cargo y fue a sacar a D. Diego de la prisión, que ya llevaba veinte meses preso. Fueron restituidos oficiales en sus cargos, devueltos bienes a aquellos que se les despojó y que ya podían volver libremente aquellos que se habían retirado al campo que no quisieron hacerse cómplices de Antequera. Luego de arreglar estos asuntos partió para Buenos Aires, y el Obispo aprovechó la ocasión para informar al Rey del “feliz éxito de este asunto”.
Esta carta, Charlevoix la transcribe íntegra por considerarla que sirve de aclaración sobre todo lo que se dijo sobre las revueltas, fechada en “Asumpción” (sic) del Paraguay el 25 de mayo de 1725 y firmada por Fray Josef, Obispo Tatuliense, Coadjutor del Paraguay.
Expresa la misiva en sus párrafos más destacados:

Señor: Tengo dada cuenta a V.M. del estado lamentable a que hallé reducida esta mi Diócesis de la Provincia del Paraguay en el tiempo de mi entrada a esta ciudad de la Asumpción, por los excesos y operaciones injustísimas del Protector de naturales de vuestra Real Audiencia de Chuquisaca, y Juez Pesquisidor del Gobernador de esta Provincia, el Doctor Don Josef de Antequera y sus aliados, que fueron tales que sin especie de exageración se puede decir que han sido de unos hombres que parece PERDIERON TOTALMENTE EL USO DE LA RAZÓN, … El autor principal de estas y otras sacrílegas y tiránicas demostraciones ha sido dicho Don Josef de Antequera, que con su cavilación, maliciosísimamente, a fin de mantenerse en el gobierno tiránico que desde su primera entrada pretendió establecer, fue engañando a muchos del Cabildo, a los militares y a los de los pueblos, PROMETIÉNDOLES QUE CONSEGUIRÍA QUE LOS INDIOS DE SIETE PUEBLOS QUE ESTÁN A CARGO DE LOS PADRES DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS LES SIRVIESEN DE ESCLAVOS, encomendándolos a los vecinos de esta ciudad… y saciar su codicia, ENRIQUECIÉNDOSE EN BREVE POR MEDIOS MANIFIESTAMENTE ILÍCITOS Y TIRÁNICOS, a costa de estos pobres vecinos, como lo acreditan sus justísimas quejas y LAS INCREÍBLES PORCIONES DE HACIENDA QUE EN TAN BREVE TIEMPO ADQUIRIÓ, según consta de los embargos que se han ejecutado por orden de este superior Gobierno. …”
Verdaderamente, Señor, si en algún tiempo se necesitaba de su asistencia y del ejercicio de sus fervorosísimos ministerios, era en este, en que el enemigo común [los portugueses], por medio de Don Josef de Antequera y sus aliados, ha ocasionado tanta corrupción de buenas costumbres...”
“…pero en este miserable tiempo llegó a lo sumo la audacia temeraria del dicho Don Josef de Antequera y sus aliados, en imputar a estos varones apostólicos [los jesuitas] que con infatigable celo y desvelo se esmeran en todo aquello que conduce en servicio de ambas Majestades, y en el bien y útil de todos sus vasallos.”
Basta, Señor, decir que dicho Don Josef de Antequera y sus secuaces se han estado gloriando de que han informado lo muy conveniente que es a vuestro Real servicio que en las Doctrinas que están a cargo de los Jesuitas se pongan clérigos por Curas y Doctrinantes, y que los indios de dichas doctrinas SE ENCOMIENDEN A LOS ESPAÑOLES VECINOS DE ESTA CIUDAD, PARA QUE SE SIRVAN DE ELLOS, NO SOLO COMO MITAYOS EN EL BENEFICIO DE LA YERBA Y CULTIVO DE SUS CAMPOS, SINO COMO ESCLAVOS, y que es necesario se aumente su tributo, y que paguen los diezmos, que hasta ahora no han pagado, y que también es necesario que se les prohíba el beneficio de la yerba para conducirla a los puertos de Buenos Aires y de Santa Fe...”.
Consta, finalmente, Señor, que la causa principal que ha movido a Antequera y a sus aliados a la demostración escandalosa de la extracción y exilio de los Padres de la Compañía de Jesús de su Colegio, no ha sido la que Don Josef de Antequera y sus secuaces, que son los más del Cabildo de esta ciudad, inicuamente han fingido y publicado, diciendo que se veían obligados a echar de su Colegio a los PP de la Compañía de Jesús por ser perturbadores de la paz común y traidores a V.M. … A tanto como esto llegó la sinrazón y frenesí desta pobre gente, engañada con la locuacidad y cavilación maliciosa de dicho Don Josef de Antequera y sus secuaces, pues el acto de más fina obediencia y fidelidad a su Rey y ministros Reales llegaron a calificarlo con la nota infame de perturbación de la paz pública y traición”.
Es verdad que dicho Don Josef de Antequera halló dispuestos los ánimos de muchos vecinos de esta ciudad para que le ayudasen a sus intentos … reduciendo al gremio de la Iglesia y al vasallaje y servicio de V.M. tantos millares de indios infieles, a los cuales los del Paraguay siempre han pretendido rendirlos a su servicio personal, que es una especial esclavitud, TRATÁNDOLOS MÁS ÁSPERAMENTE QUE AUN A LOS MISMOS ESCLAVOS Y QUE AUN A LAS MISMAS BESTIAS DE CARGA. Y por cuanto los Padres misioneros de la Compañía de Jesús, como celosos padres, han procurado defenderlos de tan tiránica opresión y sujeción desde la primera conquista, que ha más de cien años, ha durado todo este tiempo esta ojeriza y desafecto, estimulándoles continuamente a hacer informes e informaciones falsas y fingidas, totalmente opuestas al hecho de la verdad, y a toda buena razón, justicia y equidad. …”.
Paso ahora a participar a V.M. la noticia gustosa de haberse pacificado esta provincia, sin efusión de sangre, por la buena conducta del Mariscal de campo y Gobernador de buenos Aires don Bruno Mauricio de Zavala, quien por orden apretada de vuestro Virrey, el marqués don Josef de Armendáriz, se condujo a esta Provincia, bien prevenido de pertrechos de guerra y buena gente; pues tuvo a su disposición más de ochocientos soldados españoles y de indios de las Doctrinas de los Padres Jesuitas, como seis mil, y más si necesitase. ... y a que don Josef de Antequera saliera antes de la llegada de dicho Mariscal de campo, por recelo bien fundado que tenía que, manteniéndose en dicha ciudad por su maliciosa cavilación, no se conseguiría la pacificación que se ha conseguido sin efusión de sangre. ...”

Esta paz que refiere el Obispo en su carta al final no resultó más que en una calma momentánea, la inquina contra los Jesuitas persistía y más adelante recrudeció con la llegada de Mompox.

Antequera escapa a Córdoba
Antequera navegó río abajo y sin detenerse llegó al sur de Santa Fe, unas diez leguas, y por diversos caminos arribó a Córdoba, sin que pudieran alcanzarle los que el Gobernador del Río de la Plata había enviado a seguirlo y detenerle. En ella se dedicó a despotricar contra los jesuitas en cuanta oportunidad tenía, a la vez que se manifestaba como “protector de los indios”, pero su popularidad decayó rápidamente, ya que caía en permanentes contradicciones y se vio obligado a refugiarse en el convento de San Francisco, ya que había orden de detenerlo; luego ese lugar fue rodeado de guardias por orden del Comandante don Ignacio de Ledesma. Antequera solicitó ayuda al marqués de Haro, gobernador de la provincia, pero a pesar que este le otorgó el permiso para pasar a La Plata, el Comandante hizo caso omiso, ya que “tenía órdenes superiores”; incluso le confiscó 3.000 pesos de plata y muebles “que llegaron a Córdoba para Antequera, y se reconoció que pertenecían a don Baltasar García Ros, a quien los envío en la primera ocasión. Era la parte del botín que Antequera había recogido en la tienda de aquel general en la jornada del Tebicuarí. Este golpe le fue muy sensible, pero mucho menos que la fuga de Carvallo, su secretario, quien depuso jurídicamente muchas cosas contra él delante de Ledesma y luego delante del escribano del Rey, en Buenos Aires”.
Hasta hubo pedido de captura con recompensa, era “una orden del Virrey, que le declaraba proscrito, prometiendo, a quien lo entregara VIVO O MUERTO, 4.000 pesos, y 2.000 al que descubriese su paradero y mostrase el medio de prenderlo”. Encima el Virrey envió la orden de “sacarle por fuerza del convento, porque siendo criminal de lesa Majestad, no tenía derecho de asilo”.
Es así que no tenía más remedio que escapar, y esto lo logra saliendo disfrazado, de noche, del convento, luego se oculta y por diversos caminos llegó tiempo después a La Plata.
Antequera estaba persuadido que la Real Audiencia no lo condenaría y como tenía orden de comparecer ante el Tribunal, se presentó confiado. El presidente le preguntó qué tenía para alegar, y “respondió que nada había hecho sino conforme a las instrucciones recibidas de la Audiencia”. El presidente le contestó: “¡Cómo! ¿Es la Audiencia quien os ha ordenado que arrojaseis a los Padres de la Compañía de su Colegio, que salieseis con un ejército contra las tropas de su Majestad y pasarais al filo de la espada gran número de indios y aun de españoles que serían en esas mismas tropas?”. No le dieron tiempo a réplicas, dicho presidente lo entregó a un Corregidor “con orden de conducirle con grillos al Potosí”. (La actitud de Antequera, ante sus captores, es probable que se deba a que poseía una personalidad narcisista, ya que este trastorno impide a los que lo padecen aceptar críticas, con lo cual viven una realidad propia, aparte de la soberbia y vanidad exacerbadas; este complejo es conocido que lo tienen o tuvieron la mayoría de los dictadores, que una vez derrocados jamás se hacen cargo de ninguna de sus felonías.)
Luego fue encerrado en la cárcel, donde ya estaba el Alguacil Mayor del Paraguay, Juan de Mena, y algunos otros, que habían ido a La Plata a esperarle porque estaban convencidos de su inocencia; fueron todos presos y remitidos a Potosí.
Antequera llegó a Lima en abril de 1726, y una multitud fue a su encuentro; querían conocer al que pretendió ser “Rey del Paraguay”, estos eran los rumores que corría entre la gente, aunque no era verdad él había dado lugar a los mismos.
El Marqués de Castel Fuerte le hizo llevar a la cárcel de la Corte, “donde durante casi cinco años tuvo la misma libertad que si hubiese estado en una fonda, yendo donde quería, no solo en la ciudad, sino aun saliendo al campo. Hasta me ha asegurado una persona principal, que le había prestado más de una vez su carruaje para semejantes paseos”.
Como se sabe el proceso duró varios años, y Antequera era popular en Lima, razón por la cual el Virrey no actuaba, inclusive quiso enviarlo para que lo juzguen a España, pero una carta del obispo del Paraguay, Palos, en respuesta a otra de Antequera, cambió el ánimo en los jueces en su contra; incluso el parecer de Felipe V, que en principio estaba de acuerdo que lo remitan a España. El Rey escribió, entre otros puntos, y aún sin estar enterado de su captura, lo siguiente:

Y con reflexión de eso y de las últimas noticias que en carta de 25 de mayo del año próximo antecedente ha participado Don Fray Josef de Palos, Obispo Coadjutor de dicha Provincia del Paraguay, de haberse logrado la pacificación de ella sin efusión de sangre ... se ha considerado que el cúmulo de delitos tan graves y extraordinarios cometidos por Antequera, solo caben en un hombre que, ciego y desesperado, atropellando las leyes divinas y humanas, solo llevaba el fin de saciar sus pasiones y apetitos, y deseo de mantener el mando de aquella Provincia, a cuyo fin la ha tumultuado, incurriendo en tan atroz delito como el de lesa Majestad: no siendo de menor gravedad el haber arrojado a los Padres de la Compañía, por verse despreciada y ajada una Religión que en esos parajes ha reducido al verdadero conocimiento de la ley evangélica tantas almas”.
Y aunque se ha considerado también que en abono de dicho Antequera pueda haber pruebas que desvanezcan la gravedad de estos delitos, en el de rebelión y alteración no hay prueba ni causa que pueda dar colorido, ni mudar la especie de delito de lesa Majestad; y así, no habiendo duda en esto, tampoco la puede haber en haber incurrido en la pena capital y confiscación de todos sus bienes; y lo mismo los demás reos; sin que para esto sea necesario se remitan a España los reos con los autos, pues cualquiera castigo que se haya de ejecutar, conviene sea luego y a la vista, o a lo menos en ese Reino, para que sirva de escarmiento a otros, y no se dé lugar a que la dilación sea causa de que no se castigue. Por cuyos motivos he resuelto que, no obstante lo que está mandado por el citado Real despacho de primero de julio del año próximo antecedente, sobre que remitieseis a España al expresado Antequera, suspendáis esta providencia; y en consecuencia de la que consta que tomasteis para que a este sujeto se le remitiese preso a esa ciudad, procedáis en esos autos con acuerdo de esa Audiencia, pues aunque se ha considerado ser tantos y tan graves los delitos, sin oír a dicho Antequera y demás reos, no se puede pasar a sentenciarlos; ... En cuya consideración, oyéndoseles a los reos, y substanciada legítimamente esta causa con el Fiscal de esa Audiencia, procederéis, como os lo mando, con el Acuerdo, a dar sentencia: la que ejecutaréis, y daréis cuenta después con los autos, a mi Consejo de las Indias. Y os doy comisión para que en todas las incidencias de esa causa, procedáis con la misma conformidad, con facultad de que podáis subdelegar en persona de vuestra mayor satisfacción”.

Para llevar adelante este proceso, el Virrey comisionó al Oidor de la Audiencia Real de Lima a que examinase los cargos; a su vez este vio que muchos puntos debían esclarecerse en el lugar de los hechos; es así que se envió un comisionado al Paraguay en septiembre de 1727, don Matías Anglés (comandante de Córdoba y luego Gobernador de Tucumán); con la orden de prender a Ramón de las Llanas y Sebastián Fernández de Montiel, y que oyese por lo menos a treinta testigos.
Llegó don Matías a la Asunción, y a pesar de una resistencia puso preso a De las Llanas, así “las informaciones se hicieron con la mayor tranquilidad”. Los acusados pudieron recusar a los testigos que quisieron, pero “hubo bastantes para el número señalado”, o sea más de treinta; luego de terminar su trabajo partió, volviendo a Lima en mayo de 1728. A partir de aquí se trabajó sin interrupción en “el proceso más embrollado que haya habido jamás, por la prodigiosa cantidad de escritos que fue preciso leer y confrontar, y por el modo artificioso con que estaban dispuestas las defensas del acusado y de sus cómplices. Por eso Antequera parecía tan persuadido de que no llegarían a hallarlo culpable”.

El final de Antequera
Aunque Antequera no se reconocía culpable, los informes de Matías de Anglés “le hicieron bajar algo el tono; pero lo que acabó de perderle fue la llegada de don Ignacio Soroeta”, era el último designado Gobernador del Paraguay que no pudo asumir su cargo por las revueltas. El Virrey se sorprendió al verle llegar, y le preguntó “qué le volvía a traer al Perú; y Soroeta, después de un breve relato de todos los riesgos que había corrido de parte de los rebeldes de aquella provincia, le dio a entender que don José de Antequera y Juan de Mena influían, a su parecer, mucho en todo lo que estaba sucediendo en la Asunción”. Es así que el Virrey ordenó que vayan a la cárcel donde estaba Antequera y tomasen los papeles que este tenía, primero no encontraron gran cosa, pero luego volvieron a revisarlo y en los bolsillos le encontraron las cartas comprometedoras, es así que ordenó se lo encerrara en un calabozo.
Poco días después le notificaron a ambos, Antequera y De Mena, la sentencia:

Declarábase que don José de Antequera y Castro, convencido de sedición y rebelión, y, por consiguiente, de crimen de lesa Majestad, sería sacado de la cárcel con manteleta y capisayo (chía y capuz), montado sobre un caballo con caparazón negro, yendo delante de él un pregonero para publicar los crímenes de que estaba acusado y convicto, y conducido a la plaza pública, para que allí se le cortase la cabeza sobre un cadalso; que todos su bienes serían confiscados para la Cámara real después de sacar de ellos las costas del proceso; y que el Alguacil mayor Juan de Mena, cómplice en los mismos crímenes, sería conducido al mismo lugar para que le diesen garrote en un cadalso más bajo que el primero”.

Cuando se conoció la condena, en Lima hubo clamor por su inocencia; aunque en el ánimo de Antequera sucedió lo contrario, según cuenta Charlevoix: “Apenas le hubieron leído la sentencia, como si le hubieran quitado un velo de los ojos, no solo reconoció y confesó culpable, sino que los Jesuitas le parecieron muy distintos de lo que los había creído hasta aquel momento. Lo primero que hizo fue empeñar al Provincial de los dominicos, que inmediatamente había ido a su cárcel, a que pidiese al padre Tomás Cavero, Rector del Colegio de San Pablo, que se sirviera ir a verle; y luego que lo vio entrar en su aposento, se postró delante de él, deshecho en lágrimas, le pidió perdón a él y a toda la Compañía de todo lo que había hecho, dicho y publicado contra ella, protestando que, si le daban permiso, iría arrastrando su cadena por todas las casas de los Jesuitas a declarar esto mismo y pedir la misma gracia”.
El Rector lo escuchó y lo abrazó, pero le dijo “que habiendo sido público el daño que él había hecho a la Compañía, creía que la retractación y reparación debía ser también pública”. Le respondió Antequera que estaba de acuerdo, era justo y que estaba dispuesto a cumplir con esta obligación “cuando se hallase en el cadalso”; pero luego le encargó al padre Aspericueta, dominico, “que había ido para disponerle a bien morir, que declarase en su nombre antes que lo ejecutasen su arrepentimiento y retractación”.
Mientras Antequera se arrepentía profundamente en esos días que le quedaban de vida, en la ciudad la gente clamaba contra la “injusticia”. “Habíanle creído por su palabra cuando se publicaba por inocente y acusaba a los Jesuitas de los mayores crímenes, y no quisieron creerle cuando se confesó culpable y retractó cuanto había dicho contra aquellos religiosos”.
Para la multitud, los jesuitas fueron los responsables de su suerte y resultaron más maltratados que los mismos jueces; y tan cegados estaban que “no se desengañaron de ella ni aun al ver a Antequera que caminaba al suplicio rodeado de religiosos y no dando verdaderas muestras de confianza sino al Padre Salezán”.
Era el 5 de julio de 1731, salió rumbo al patíbulo, el pregonero iba delante y decía:

Esta es la justicia que manda hacer el Rey nuestro señor, y en su real nombre, por particular comisión, el excelentísimo señor Virrey de estos Reinos, con el acuerdo de esta Audiencia, en la persona de don José de Antequera, por haber convocado todos los hombres de tomar armas de la provincia del Paraguay diversas veces con sedición y rebelión, a fin de no obedecer las órdenes de este Gobierno superior, ni admitir sucesor al gobierno de aquella provincia, hasta juntar ejército con artillería, que mandó y dio batalla al de la provincia de Buenos Aires, que venía a prenderle de orden de este Gobierno superior, en cuya batalla quedaron muertos más de seiscientos hombres; por lo cual, y lo demás que resulta de los autos, se le ha mandado degollar y confiscar sus bienes. Quien tal hizo, que tal pague”.

La plaza y las calles estaban llenas de una multitud que “clamaba contra la injusticia, contentándose con gritar los más moderados: ¡Perdón!”. Subió sobre el cadalso un hermano converso de San Francisco, “y sacudiéndose el hábito, clamó con todas sus fuerzas: ¡Perdón! Luego bajó y se puso bajo el cadalso, llevando debajo del hábito un grueso garrote. Poco después se vio una multitud de gente, en la que se hallaron englobados dos religiosos de San Francisco. Recibieron orden los soldados del Callao de disparar sobre aquel pelotón de gente, que parecía haber ido allí para llevarse al criminal, y los dos religiosos quedaron muertos. Hasta se dice que los soldados tiraron a un balcón donde había otro franciscano más, que también fue muerto. Lo que hay de cierto es que el hermano converso que estaba bajo el cadalso, visto que los dos primeros habían caído muertos, se sintió poseído de tal terror, que se puso a correr con todas sus fuerzas hasta el Colegio de San Pablo; y totalmente demudado, entró en la botica de aquella casa, llevando aún el garrote bajo el hábito. Este hecho lo he sabido de una persona que estaba entonces en aquel Colegio”.
A pesar de los disparos el tumulto creció, fue entonces que el Virrey montó a caballo, seguido de sus guardias; y su presencia caldeó más los ánimos. Entonces, este, “temiendo que fuera arrebatado el criminal, mandó disparar sobre él; y algunos dicen que entonces fue cuando fueron muertos los dos franciscanos ... y que según esta versión, eran del número de los que asistían a Antequera. Más parece que este hecho no se publicó sino para hacer odioso al Virrey. Antequera estaba aún a caballo cuando le dispararon, y el tiro fue muy certero ... convienen todos en que Antequera cayó moribundo y expiró un momento después entre los brazos de los padres Salezán y Felipe Valverde, y que tuvieron el consuelo de verle morir con los mismos sentimientos con que le habían visto siempre”.
Pero la orden debía cumplirse tal cual estaba escrita: “Ordenó el Virrey que llevaran el cadáver al cadalso y que el verdugo le cortase la cabeza y la mostrase al pueblo”. También ordenó sacar de la cárcel a Juan de Mena, y como no estaba el verdugo que le debía dar el garrotazo, “mandó que fuese decapitado y se mostrase también al pueblo su cabeza”.

Así termina la historia de José de Antequera y de Juan de Mena, ¿héroes o villanos?


*

Documentación recabada por el autor P. F. J. de Charlevoix y que figura al final del último tomo de su obra "Historia del Paraguay", copio solo la parte referente al caso Antequera y seguidamente la carta enviada por D. Fernando Triviño al autor, Secretario del Consejo Real de las Indias quien es el que envía dichos documentos.

"
7. Declaración auténtica y legalizada hecha a 3 de octubre de 1724, por el Maestre de Campo D. Martín de Chavarri y Vallejo, Regidor perpetuo de la ciudad de la Asunción acerca de los actos de D. José de. Antequera.

"8. Copia auténtica y legalizada de la súplica presentada a 16 de octubre de 1724, por el Capitán D. Juan Caballero de Añasco, Regidor perpetuo de la misma ciudad, para pedirle la absolución de las censuras incurridas por todo lo que había hecho contra los Padres de la Compañía de Jesús, para obedecer las órdenes de D. José de Antequera.
9. Copia auténtica y legalizada, del Decreto de la Audiencia Real de los Charcas, dado en la ciudad de la Plata, a 1° de Marzo de 1725, en favor de los Jesuitas, en el mismo asunto.
11. Traslado auténtico y legalizado de dos cartas escritas, a 28 de Mayo de 1725, por el Obispo del Paraguay a la Audiencia Real de los Charcas, en favor de los Jesuitas, sobre el mismo asunto.
12. Declaración auténtica y legalizada, hecha a 18 de junio de 1725, por Juan Ortiz de Vergara, Notario Real y público de la ciudad de la Asunción, sobre la expulsión de los Jesuitas de su colegio de la Asunción, por orden de D. José de Antequera.
13. Dos cartas originales, escritas a 30 de junio de 1725, por el Obispo del Paraguay al Rey Católico y al Padre confesor de su Majestad, sobre los excesos y crímenes de dicho Antequera.
14. Traslado de una carta escrita por D. José de Antequera, fecha en su cárcel de Lima, al Obispo del Paraguay, y de la respuesta de este Prelado, impresas en Lima, año 1731.
15. Traslado impreso y auténtico de la Cédula del Rey Católico expedida en su Consejo Supremo de las Indias, a 28 de Diciembre de 1743, donde quedan justificados los Jesuitas EN TODOS LOS PUNTOS DE LAS CALUMNIAS QUE CONTRA ELLOS SE HAN PUBLICADO, y se dan reglas sobre el modo con que han de proceder en sus Reducciones. Va acompañado de una carta del Obispo de Buenos Aires al Rey, y de otras dos Cédulas Reales del mismo Monarca a los Jesuitas, DÁNDOLES EL PARABIÉN POR SU PLENA Y ENTERA JUSTIFICACIÓN, Y EXHORTÁNDOLOS A CONTINUAR EN PORTARSE COMO HASTA ENTONCES LO HAN HECHO. Todo impreso con la Cédula, de orden de Su Majestad."

*

Carta de don Fernando Triviño, Secretario del Consejo Real de las Indias, al padre Charlevoix.

"Carta I
Madrid, 21 de marzo de 1746.
Mi Reverendo Padre: A su tiempo recibí la favorecida de V.R. de 7 de Diciembre de ese año pasado, y he tardado en la respuesta, para poderme preparar a darla de un modo satisfactorio y capaz de servir para el fin que V.R. se propuso al escribirme. Nada puede serme más lisonjero que la honra de haber hallado cabida en el recuerdo de V.R. y la de poder contribuir en algo a la realización de la obra que V.R. tiene entre manos. Es cierto que por mi cargo de secretario del Consejo de las Indias me hallo en mejor condición que muchos otros para desempeñar esta comisión; pero preciso es confesar de buena fe que es punto menos que imposible reunir todos los autos y documentos relativos a la Historia del Paraguay, con la extensión, ajustamiento y claridad que V.R. desea y reclama su obra para alcanzar LA ABSOLUTA PERFECCIÓN, pues fuera preciso para ello copiar y trasladar un número casi innumerable de largos procesos, de advertencias y decretos del Consejo, lo cual sería trabajo de muchos años; demás que la comunicación de tales recaudos no se concede para publicar.
Hase de añadir a lo dicho la dificultad de hallar amanuenses bastante exactos, no solo para escribir correctamente, sino también para corregir las faltas más ostensibles que a veces se encuentran en los originales; por lo cual conocerá V.R. claramente que no puedo comprometerme a enviarle todo lo que me pide, a pesar de todo mi celo por la causa de la religión y de mi empeño en dar gusto a V.R. Todo lo expuesto me fuerza a mantenerme en los límites de lo posible, y a contentarme con enviar a V.R. todos los papeles, así impresos como manuscritos, que después de una diligente pesquisa, han llegado a mi conocimiento o a mis manos, sobre los asuntos del Obispo D. Bernardino de Cárdenas y de D. José de Antequera, y sobre el estado actual del Paraguay. Todos van enumerados en la lista adjunta; y sobre todo llamo la atención de V.R. para que vea con especial examen la Real Cédula expedida por su Consejo de las Indias a 28 de Diciembre de 1743. Este solo documento, de cuya autenticidad no se puede dudar, por hallarse autorizado por un Secretario del Rey y primer Encargado del Despacho del Perú, BASTA PARA DESTRUIR TOTALMENTE EL EFECTO DEL GRAN CARTAPACIO [es “carpeta”, pero se puede entender en términos modernos “carpetazo”] ESPAÑOL en folio que me avisa V.R. haber llegado a sus manos, Y PULVERIZAR LAS INFAMES CALUMNIAS QUE EN ÉL HA ESPARCIDO SU AUTOR ANÓNIMO CONTRA LA RELIGIÓN Y RECTO PROCEDER DE LOS JESUITAS EN EL PARAGUAY.
Esta Cédula y reglamento fue la resulta de un examen y pesquisa DE LO MÁS RIGUROSO QUE SE HAYA VISTO JAMÁS, ACERCA DEL COMPORTAMIENTO OBSERVADO POR LOS JESUITAS DESDE HACE MÁS DE CIEN AÑOS. Al fin se ha hallado y patentizado la verdad, no obstante las espesas nubes y cerradas nieblas de que había sido cubierta por los enemigos de la Religión católica y de la gloria de la nación española, y merced a los rayos de luz tan resplandeciente y pura, se han disipado todos los vanos fantasmas. Conozco bien, Reverendo Padre, EL AMOR DE LA VERDAD Y RECTITUD QUE ANIMA A V.R., AUN TRATÁNDOSE DE LO QUE ES PROPIO DE LA COMPAÑÍA; pero tampoco es lícito en semejantes reencuentros disminuir o enervar la fuerza de la verdad por respeto de una extremada modestia, o por la mal fundada gloria de lograr título y reputación de autor imparcial. He leído su Historia de la Isla Española y del Canadá, QUE DAN IRRECUSABLE TESTIMONIO DE LA IMPARCIALIDAD DE V.R., y me lisonjeo que no será menos feliz V.R. en la del Paraguay, como tampoco será menos interesante que las otras la misma materia de esta historia, por todos conceptos. Dichoso seré en haber contribuido en algo a llevarla a cabo; y por el correo ordinario envío a V.R. ese grueso paquete, por no haber hallado conductor conveniente que ahorrase a V.R. el gasto de los portes, ni otro medio seguro para no arriesgar documentos de tamaña importancia, y cuya garantía más segura es siempre el interés de la Agencia de Correos.
Vivamente deseo haber acertado a contentar a V.R. en esta materia, y le pido me ofrezca otras ocasiones de servirle, mostrándole mi plena adhesión, con la cual soy, Reverendo Padre, su rendido y obediente servidor. - D. Fernando Triviño”.

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